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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

martes, 27 de junio de 2017

Maravilloso cuento de León Tolstoi (1)


Los dos ancianos peregrinos 



                        Traducción y adaptación: Savitri Ingrid Mayer


1.

   Dos ancianos estaban por ir a Jerusalem para rezarle a Dios. Uno de ellos era un paisano rico llamado Efim. El otro no era rico y su nombre era Elisey. 
   Efim no bebía ni fumaba ni maldecía, y era severo e inflexible. Tenía dos hijos y un nieto ya casado, y todos vivían juntos. En cuanto a su aspecto: era erguido, saludable, y tenía una barba a la que sólo en su séptima década le había aparecido un mechón gris.
   Elisey no era ni rico ni pobre. Había trabajado como carpintero en su juventud y ahora criaba abejas. Uno de sus hijos trabajaba lejos y el otro vivía en el hogar. Elisey era un hombre alegre, de buen carácter. Le gustaba beber y cantar, pero era tranquilo y amistoso con sus vecinos. Su aspecto: pequeño, moreno, con una barba rizada y al igual que su santo, el profeta Elías, su cabeza estaba pelada. 
   Los dos ancianos, desde mucho tiempo atrás, habían hecho la promesa de viajar juntos a Jerusalem. Pero Efim nunca tenía tiempo, siempre tenía cosas que atender. Cuando algo se terminaba, otra cosa comenzaba: o tenía que casar a su nieto, o estaba esperando a su hijo menor que volvía de la guerra, o tenía que construir una nueva cabaña. 
   Un día los dos ancianos se sentaron sobre unos troncos a conversar. 
—Bueno —dijo Elisey—, ¿cuándo vamos a cumplir con nuestra promesa?
   Efim frunció el ceño:
—Tenemos que aguardar, porque éste es un año difícil para mí. Empecé a construir una cabaña y aún no la he terminado, tendremos que esperar hasta el verano. Y entonces, Dios mediante, partiremos. 
—Tal como yo lo veo —dijo Elisey—, no tiene sentido postergarlo. Debemos irnos de una vez y la primavera es la mejor época. 
—Sí, la época es buena, pero mi trabajo está por la mitad, así que no puedo dejarlo.
—¿No tienes a nadie que se ocupe de eso?... Tu hijo puede hacerlo.
—¿Mi hijo mayor? No es confiable, le gusta la bebida. 
—Cuando estemos muertos, mi amigo, ellos tendrán que continuar sin nosotros. ¡Deja que tu hijo aprenda! 
—Será como tú dices, pero me gusta ver las cosas terminadas. 
—¡No es posible ocuparse de todo! 
—Gasté mucho dinero en esta construcción y no puedo irme a peregrinar con las manos vacías. 
   Elisey se rió.
—No cometas pecado, mi amigo. Tienes diez veces más que yo y sin embargo hablas de dinero. Solamente dime cuando partimos. Yo no tengo dinero, pero todo irá bien. 
   Efim sonrió.
—¿Y de dónde sacarás el dinero?
—Buscaré en mi casa y juntaré algo de esa manera, y si eso no es suficiente, le daré diez colmenas a mi vecino: me las ha estado pidiendo. 
—Entonces te procuparás debido a eso.
—¿Preocuparme? No, nunca me he preocupado acerca de algo en la vida, excepto acerca de mis pecados. No hay nada más precioso que el alma. 
—Sí, pero no es bueno si las cosas no marchan bien en el hogar. 
—Es peor si las cosas no marchan bien en nuestra alma… Hemos hecho una promesa, así que partamos. ¡De verdad, partamos!
   Elisey trató de convencer a su amigo… 
   Efim lo pensó mucho y la mañana siguiente vino a ver a Elisey. 
—Bueno, marchemos —dijo—. Haz dicho lo correcto. Dios controla la vida y la muerte, y debemos viajar mientras estamos vivos y aún tenemos fuerza. 

   Una semana después los dos ancianos se prepararon para partir. 
   Efim tenía dinero en su casa. Separó cien rublos y le dejó doscientos a su mujer. Elisey vendió a su vecino las diez colmenas y la ganancia de otras diez, por lo cual recibió setenta rublos. Los treinta restantes los consiguió de la gente de su casa. Su mujer le dio lo último que tenía, lo que había ahorrado para su funeral, y su nuera también le dio lo que tenía. 
   Efim dejó todos sus asuntos en manos de su hijo mayor, considerando cada detalle y dejando órdenes. Elisey en cambio no dijo a los suyos casi nada: “Las mismas necesidades les mostrarán lo que tienen que hacer y cómo hacerlo, y harán lo que les parezca mejor”.
   Finalmente los dos ancianos estuvieron listos. Y se fueron a peregrinar. 
   Elisey se despidió contento y apenas se alejó del pueblo se olvidó de todos sus asuntos. Todo lo que le importaba era estar bien con su compañero, evitar decir algo inconveniente a quien fuese, alcanzar la meta pacíficamente y con amor, y regresar a casa nuevamente. Y mientras marchaba recitaba alguna plegaria o recordaba las vidas de los santos que conocía. Cuando se encontraba con alguien en el camino o cuando llegaba a una posada, trataba de pronunciar palabras piadosas y de ser tan amable como podía.  Elisey caminaba y era feliz. 
   Efim caminaba con empeño, no hacía nada equivocado y no hablaba en vano, pero no había ligereza en su corazón. Las preocupaciones respecto a su casa no abandonaban su mente y estaba todo el tiempo pensando acerca de lo que sucedería allí. 
   Los dos ancianos caminaron durante cinco semanas. Todo ese tiempo pagaron por su alojamiento y sus comidas, hasta que llegaron a una región donde la gente empezó a invitarlos a sus casas. Los alimentaban y no recibían dinero de ellos, e incluso llenaban sus bolsos con pan, y a veces con pasteles. Así viajaron sin gastos durante un buen trecho. 
   Entonces llegaron a otra región, donde había ocurrido una gran pérdida en las cosechas. Allí fueron recibidos en las casas y nadie les pidió dinero por alojarlos, pero no los alimentaron ni les dieron pan, incluso si ofrecían pagar por ello. El año previo, decía la gente, no había crecido nada. Los ricos estaban arruinados, y los pobres habían emigrado, o se habían convertido en mendigos, o se las habían arreglado para subsistir en sus casas. 
   Un día llegaron a un pueblo grande. Elisey estaba cansado, quería detenerse y conseguir algo para beber, pero Efim no quería detenerse. Entonces Elisey le dijo:
—No me esperes. Me acercaré a alguna casa y pediré agua. Y enseguida te alcanzaré.
   Efim aceptó y siguió solo, mientras Elisey iba en busca de alguna casa. 

                                                             
(Continúa)

Maravilloso cuento de León Tolstoi (2)



Los dos ancianos peregrinos


Traducción y adaptación: Savitri Ingrid Mayer


2.

  Elisey distinguió una casa. Era pequeña y humilde. Entró al patio y vio que un hombre muy delgado y sin barba yacía cerca de un montículo de tierra. Estaba despierto y los rayos del sol caían a pleno sobre él. Elisey lo llamó, pidiéndole que le de algo para beber, pero el hombre no respondió. “O está enfermo o es poco amable” pensó Elisey, yendo hasta la puerta. 
   Escuchó el llanto de un niño dentro de la casa. Golpeó la puerta, pero no hubo respuesta. Golpeó de nuevo, sin suerte. Y estaba por irse, cuando escuchó gemidos. “Me pregunto si alguna desgracia le ha sucedido a esta gente. Tengo que saberlo”. 
   La puerta no estaba cerrada. Elisey entró y recorrió el vestíbulo. Llegó a la sala. Había un horno en un lado, y en otro lado un altar y una mesa. Junto a la mesa había un banco y sobre el mismo una anciana. Su cabeza se apoyaba sobre la mesa y cerca de ella estaba un niño pequeño y delgado, con el rostro amarillo como la cera y el vientre hinchado. El niño tiraba de la manga de la anciana, llorando a viva voz y pidiendo algo. 
   Elisey entró en la habitación. El aire era sofocante. Vio a una mujer tirada sobre el piso, detrás del horno. Yacía sobre su rostro y emitía ronquidos. De ella venía el olor asfixiante: era evidente que estaba enferma. 
   La anciana, al ver al hombre, levantó la cabeza. 
—¿Qué quiere? —dijo—. No tenemos nada. 
   Elisey se acercó a ella. 
—Sierva de Dios... He venido por un poco de agua. 
—No hay nada, le digo, no hay nada. No hay nada aquí para que usted tome. Váyase.
   Elisey le preguntó:
—¿No hay ningún hombre aquí para ayudar a esta mujer?
—Aquí no hay nadie. El hombre está muriéndose en el patio, y nosotros aquí. 
   El niño se había quedado quieto al ver al extraño, pero cuando la anciana empezó a hablar, había nuevamente tironeado de su manga.
—¡Pan, abuela, pan!  
   Y se largó a llorar. 
   Elisey iba a preguntarle algo más a la anciana, cuando el hombre apareció. Caminó junto a la pared y quiso sentarse sobre el banco, pero antes de alcanzarlo se cayó. No trató de levantarse y empezó a hablar. Decía una palabra, tomaba aliento, y decía nuevamente algo. 
—Estamos enfermos… y hambrientos… El niño se muere de hambre… 
   El hombre indicó al niño con la cabeza y empezó a llorar. 
   Elisey puso su bolso sobre el banco y lo desató. Sacó pan y un cuchillo, y cortando una rebanada se la ofreció al hombre. Pero éste no la tomó, sino que señaló al niño, indicando que se lo diera a él. 
   Elisey le dio el trozo de pan al niño. 
   Enseguida, detrás del horno apareció una niña. Se arrastraba y miraba el pan. Elisey le dio también a ella un pedazo. Luego cortó otra rebanada y se la dio a la anciana. 
—Si usted nos trajera un poco de agua —dijo ella—. Quise traer un poco ayer u hoy, no recuerdo cuándo, pero me caí y dejé el balde tirado por algún lado. 
   Elisey preguntó dónde estaba el pozo de agua. La anciana se lo indicó. Elisey salió, encontró el balde, trajo agua, y les dio de beber a todos. Los niños comieron más pan con el agua y la anciana también comió algo más, pero el hombre no quiso. 
—Mi estómago no lo soportaría —dijo.
   La mujer no se levantó ni se acercó. 

   Elisey fue hasta el pueblo y en una tienda compró comida. Al volver encontró un hacha, cortó leña, e hizo fuego en el horno. La niña lo ayudó. Cocinó una sopa y un guiso, y alimentó a la gente.  
   El hombre comió un poco y la anciana también. La niña y el niño dejaron sus platos limpios y se durmieron abrazados. 
   Entonces, el hombre y la anciana le contaron a Elisey lo que había sucedido. 
—Cuando la cosecha se malogró, nos comimos durante el otoño todo lo que teníamos. Cuando no quedó más nada, empezamos a pedir a los vecinos y a alguna gente buena. Primero nos dieron algo, pero después se negaron. Muchos hubieran querido ayudarnos, pero ellos tampoco tenían. Además nos avergonzó mendigar: le debíamos dinero a todos, y también harina y manteca. 
 —Yo busqué trabajo —dijo el hombre—, pero no encontré. También otros estaban buscando trabajo para poder comer, y por todos lados… La abuela y la niña se alejaban una buena distancia para mendigar, pero las limosnas eran pobres. Sin embargo, algo para comer conseguíamos. Pero en la primavera ya casi nadie nos ayudó. Y se puso cada vez peor: un día conseguíamos algo para comer y durante dos días no conseguíamos nada… Empezamos a comer pasto. Y debido a eso, o por alguna otra causa, mi mujer se enfermó. Ella quedó postrada y yo ya no tuve fuerzas…
—Yo era la única —dijo la anciana— que trabajaba, pero me fui debilitando. La niña también se fue debilitando y perdió coraje… Una vecina vino hace unos días, pero al vernos se fue. Está sola y no tiene con qué alimentar a sus propios niños… Así que estábamos aquí, esperando la muerte. 

   Cuando Elisey oyó lo que le contaron, cambió de idea respecto a alcanzar a su compañero y se quedó allí durante la noche. Y la  mañana siguiente empezó a trabajar en la casa como si fuera suya. Preparó el pan con ayuda de la anciana e hizo fuego en el horno…  
   Se quedó con ellos un día, y el siguiente, y el siguiente. El niño pequeño recobró su fuerza y empezó a caminar y a hacerse amigo de Elisey. La niña también estaba feliz y lo ayudaba en todo. Corría detrás de él, gritando: ¡Abuelo, abuelo!
   El hombre comenzó a caminar sosteniéndose en la pared. Sólo la mujer seguía postrada. 
   “Bueno, no pensaba quedarme tanto tiempo. Ahora debo irme” reflexionaba Elisey. 
   Durante el cuarto día, fue una vez más al pueblo y compró leche, harina y otras cosas. Y también fue a misa. 
   Al volver, cocinó y horneó con ayuda de la anciana. Ese fue el día en que la mujer se levantó. 
   El hombre se afeitó, se puso una camisa limpia y fue a ver a un paisano rico para pedirle un favor. Su tierra y sus herramientas estaban hipotecadas por ese vecino rico y fue a pedirle que le permitiera usar las herramientas y la tierra hasta la nueva cosecha. Pero volvió muy abatido: el paisano rico había exigido que le llevara el dinero antes.  
   Elisey se puso a reflexionar… ”¿Cómo van a vivir a partir de ahora? La gente va a empezar a sembrar, pero ellos no pueden, tienen todo hipotecado. El centeno va a madurar y comenzará la cosecha, pero ellos no pueden esperar nada, porque su tierra está embargada. Si me voy, van a caer de nuevo en la pobreza.”

   Por la noche, Elisey recitó sus plegarias y se acostó, pero no logró quedarse dormido. 
   “Tengo que irme, ya gasté mucho tiempo y dinero, pero siento pena por ellos… Claro que no se puede ayudar a todo el mundo… Quise traerles agua y darles pan, pero mira lo lejos que he llegado. Y ahora tendré que levantar la hipoteca de sus herramientas y su campo… Y podría también comprar una vaca para los niños y un caballo para el hombre, porque lo va a necesitar…”
   Elisey le estuvo dando vueltas al asunto, sin llegar a una conclusión… Tenía que irse, pero sentía pena por esa gente… Y no sabía qué hacer… Recién consiguió dormirse cuando cantaron los gallos…
   Y de pronto sintió como si alguien lo hubiese despertado. Se vió vestido, con su bolso y su cayado. Y tenía que pasar a través de una puerta, que estaba apenas abierta, apenas lo suficiente para permitir a un hombre deslizarse por ella. Fue hasta la puerta, y su bolso quedó enganchado de un lado. Él estaba por liberarlo, cuando sintió que tironeaban de una de sus piernas. Era la niña, que gritaba:  ¡Abuelo, abuelo, pan!... Miró a sus pies y allí estaba el niño agarrado, mientras la anciana y el hombre miraban por la ventana… 
   Elisey se despertó y comenzó a decirse en voz alta: “Voy a recobrar el campo y las herramientas, y voy a comprar un caballo, y harina para que dure hasta la próxima cosecha, y una vaca para los niños. Porque…, ¿cómo sería ir más allá del mar para buscar a Cristo, si lo pierdo dentro de mí?

  Elisey se había despertado temprano. Y enseguida salió, para hacer todo lo que había pensado… 
   En algún momento de ese día, se cruzó con dos mujeres que conversaban. 
—¿Viste que cantidad de cosas les ha comprado? Yo misma lo vi comprando un caballo y un carro para ellos. Es evidente que hay gente así en la tierra. Tengo que ir a verlo.
  Cuando Elisey escuchó eso, comprendió que lo estaban alabando. Entonces se apresuró a terminar su cometido… 
  
  Esa noche, cuando todos se fueron a dormir, Elisey se preparó para partir.  
   Y al día siguiente, después de levantarse, se vistió, ató su bolso y salió al camino, con la idea de alcanzar a Efim. 

(Continúa)

Maravilloso cuento de León Tolstoi (3)


Los dos ancianos peregrinos

Traducción y adaptación: Savitri Ingrid Mayer


   3.

   Estaba amaneciendo. Elisey se acomodó bajo un árbol, abrió su bolso y empezó a contar el dinero que le quedaba: tenía sólo diecisiete rublos. “Con esta suma no puedo viajar más allá del mar y si mendigo en nombre de Cristo sólo aumentaré mis pecados. El amigo Efim llegará al lugar y encenderá una vela en mi nombre. Y yo evidentemente nunca cumpliré mi promesa. Pero el Maestro es piadoso y me perdonará” reflexionó Elisey. 
   Entonces se levantó y dio la vuelta, haciendo un rodeo para evitar el pueblo donde había estado. 
   El viaje de ida le había resultado difícil, pero en su camino de regreso Dios le facilitó las cosas, porque no supo lo que era el cansancio: caminar fue como un juego para él. 
  Y llegó a su hogar… 
  Era la época de la cosecha. La gente de su casa se alegró al verlo. Elisey le dio a su esposa el dinero que le quedaba y preguntó acerca de los asuntos de la casa. Se habían ocupado muy bien de ella, y todos estaban viviendo en paz y armonía.  Su familia y los vecinos le preguntaron de todo, por qué había dejado a su compañero y por qué no había ido a Jerusalem, pero Elisey no les dijo nada. “Dios no permitió que lo haga” decía. “Gasté mi dinero durante el camino y quedé alejado de mi compañero. Por eso no fui.” 
  Y la gente se preguntaba cómo un hombre tan listo había actuado de un modo tan torpe. Se lo preguntaron durante un tiempo, pero luego se olvidaron del asunto. También Elisey lo olvidó. Y empezó a trabajar en su casa. Con su hijo tuvieron la leña lista para el invierno, con las mujeres trillaron el grano, y Elisey también arregló los techos de los cobertizos y se ocupó de las abejas… 

  Todos esos días que Elisey había pasado con la gente enferma, Efim lo esperó. Esperó y esperó, sin que su compañero apareciera. Cuando llegaba a un pueblo preguntaba por él: si no habían visto a un anciano calvo. Pero nadie lo había visto. Efim estaba sorprendido, pero siguió caminando. “Nos encontraremos en algún lugar de Odesa” pensaba, “o en el barco”. Y dejó de preocuparse. 
   Efim llegó a Odesa sin incidentes. Allí esperó durante tres días a que llegara el barco. Había muchos peregrinos, quienes habían venido de todos lados. Efim gestionó un pasaporte y compró pan para el viaje. Y de nuevo preguntó por Elisey, pero nadie lo había visto. 
   Ya embarcado, tuvo durante el día una buena travesía, pero en la tarde se levantó el viento, cayó lluvia, y el barco empezó a balancearse y a ser bañado por las olas. La gente se inquietó, las mujeres empezaron a chillar, y algunos corrían por el barco tratando de hallar un lugar seguro. Efim también estaba asustado, pero no lo demostró. Se mantuvo durante toda la noche y el día siguiente, en el mismo lugar sobre el suelo donde se había sentado al abordar el barco. 
   Al tercer día el tiempo se calmó. Y al quinto día llegaron a Constantinopla. Algunos de los peregrinos se bajaron, para visitar la Catedral de Santa Sofía, pero Efim se quedó en el barco. Y solamente compró más pan.     
   Se quedaron allí un día y después salieron de nuevo al mar. Hubo una parada en la ciudad de Esmirna y en otra ciudad llamada Alejandría, y sin percances llegaron a la ciudad de Jafa. En Jafa todos los peregrinos descendieron: desde allí llegarían a pie a Jerusalem. 
   Y llegaron al tercer día de caminar. Se detuvieron en las afueras, donde se les selló los pasaportes y comieron, y luego siguieron rumbo a los sitios sagrados. Era demasiado temprano para que se les permitiera el acceso al Sepulcro del Señor, así que se dirigieron al Monasterio del Patriarca. Allí estaban reunidos todos los devotos; las mujeres separadas de los hombres. Se les ordenó sacarse los zapatos y sentarse en un círculo. Y enseguida apareció un monje llevando una toalla, y empezó a lavar los pies de todos. Los lavaba, los secaba, los besaba, y así recorrió el círculo completo. Hubo también misas y los peregrinos fueron alimentados. 
  Al día siguiente visitaron la celda de María de Egipto, donde ella se había refugiado. En ese lugar encendieron velas y se celebró una misa. Desde allí fueron al Monasterio de Abraham, donde vieron un jardín: el lugar donde Abraham quiso sacrificar su hijo a Dios. Más tarde fueron al lugar donde Cristo se le apareció a María Magdalena y a la Iglesia de Jacobo, el hermano del Señor. Para la cena regresaron al albergue. 
   El siguiente día se levantaron temprano y fueron a una misa en la Iglesia de la Resurrección, en el Sepulcro del Señor. En la iglesia había una multitud de devotos: griegos, armenios, turcos y sirios.  Efim llegó con la gente hasta la Puerta Sagrada. Un monje que los conducía los llevó al lugar donde el Sabio fue sacado de la cruz y ungido. Les mostró y explicó todo, y allí Efim encendió una vela. Luego los monjes los condujeron al Gólgota, donde estuvo la cruz. Allí  Efim rezó. Más tarde se les mostró el lugar donde las manos y los pies de Cristo habían sido clavados a la cruz, y también la roca donde Cristo se sentó cuando le pusieron la corona de espinas… Finalmente todos corrieron a la gruta del Sepulcro. Una misa extranjera estaba terminando e iba a comenzar la misa rusa. 
   Efim siguió a la gente hasta la gruta del Sepulcro del Señor. Quería estar cerca, pero eran tantos que no era posible moverse. Se quedó de pie, rezando y mirando el lugar donde estaba el Sepulcro, encima del cual treinta y seis lámparas brillaban. Efim miraba, y bajo las lámparas vio a un hombre anciano, cuya cabeza calva brillaba y que se parecía mucho a Elisey. 
   “Se parece a Elisey”, pensó Efim. “Pero, ¿cómo puede ser? No puede haber llegado aquí antes que yo. El barco anterior zarpó una semana antes que el mío. No pudo haber estado en ese barco. Y en el mío no estaba, porque vi a todos los peregrinos”.
   Mientras Efim pensaba así, el anciano que se parecía a Elisey empezó a rezar, e hizo tres reverencias: una frente a él para Dios y dos a ambos lados de él, para todos los cristianos ortodoxos.
   Cuando el anciano dobló su cabeza a la derecha, Efim lo reconoció. Sin duda alguna era Elisey: su barba negra y rizada, sus cejas, sus ojos, su nariz, su rostro. Era Elisey. 
   Efim se alegró por haber encontrado a su compañero y se asombró de que hubiera llegado allí antes que él. “¿Y cómo había Elisey conseguido ese lugar tan adelante?” se preguntaba Efim. “Sin duda conoció a alguien que supo cómo ubicarlo allí. Cuando todos salgan, me acercaré.” Y Efim no le quitaba el ojo a Elisey, para no perderlo. 
   Cuando las misas terminaron, la gente empezó a moverse. Y mientras iban a besar el Sepulcro se amontonaban, por lo cual Efim fue empujado hacia un costado. Cuando logró salir, caminó y caminó, tratando de encontrar a Elisey. Y vio a mucha gente, comiendo, bebiendo e incluso durmiendo, o recitando sus plegarias. Pero a Elisey no lo encontró. Entonces regresó al refugio, pero tampoco lo encontró allí. 
   Al día siguiente, Efim fue de nuevo al Sepulcro del Señor, y quiso encontrar un lugar adelante, pero fue imposible, así que se paró junto a una columna y se puso a rezar. Al mirar al frente vio a Elisey, bajo las lámparas, en el mismo Sepulcro del Señor. Había extendido las manos, como un sacerdote ante el altar, y su calva brillaba. “Ahora no lo voy a perder” pensó Efim. Y se abrió paso hasta la parte delantera, pero Elisey ya no estaba. 
   La mañana siguiente fue de nuevo al Sepulcro del Señor y vio a Elisey parado en el sitio más sagrado, frente a todos, con las manos extendidas. Miraba hacia arriba, como si viera algo por encima de él, y su calva brillaba. 
  “Ahora no lo voy a perder. Saldré y me pararé a la entrada, así que no podrá escapárseme” pensó Efim. Y salió, y estuvo allí parado bastante tiempo. Estuvo hasta después del mediodía, hasta que toda la gente hubo salido, pero Elisey no estaba entre ellos. 

  Efim pasó seis semanas en Jerusalem y visitó todos los lugares. Y tuvo un sello puesto sobre una camisa, para ser enterrado con ella. Y llenó una botella con agua del Jordán, y consiguió algo de tierra y velas bendecidas. Y en ocho lugares dejó nombres para la misa de los difuntos. Gastó todo su dinero y solamente le quedó lo que necesitaba para volver a casa. 
   Así que partió, llegó a Jafa, se subió a un barco, descendió en Odesa y empezó a caminar hacia su hogar. Recorrió el mismo camino por el que había venido. Y a medida que se acercaba a su pueblo, empezó de nuevo a preocuparse respecto a cómo irían las cosas sin él. “En un año corre mucha agua” pensaba. “Lleva toda una vida construir un hogar, pero no lleva mucho tiempo arruinarlo”…
   Cuando llegó al lugar donde se había separado de Elisey, lo encontró  irreconocible. El año anterior se había padecido penuria y ahora había abundancia. En el campo todo crecía. La gente nuevamente cosechaba y se olvidaba de su pasada miseria. 
                                                                                                                   (continúa)

Maravilloso cuento de León Tolstoi (4)



Los dos ancianos peregrinos


Traducción y adaptación: Savitri Ingrid Mayer


   4.

   Al atardecer, Efim llegó al pueblo donde Elisey se había rezagado. Y apenas entró en el pueblo, una niña de camisa blanca salió corriendo de una casa y gritó: 
—¡Abuelo, abuelo, ven a nuestra casa!
  Efim quería continuar el viaje, pero la niña no se lo permitió. Riendo y agarrándose de su abrigo, lo empujaba en dirección a la casa.
   Una mujer con un niño salieron al patio, y ella también le hizo señas. 
—Entra, abuelo, cena con nosotros y pasa la noche aquí.
  Efim se acercó, pensando: “Podré preguntar acerca de Elisey, porque ésta es la misma casa en la cual él ingresó para conseguir agua”. Y entró. 
   La mujer tomó su bolso, le dio agua para que se lavara, lo hizo sentarse a la mesa… Y fue a buscar leche, queso y pan.   
   Efim le agradeció y la elogió por ser tan hospitalaria con los peregrinos. 
   Entonces la mujer movió su cabeza: 
—No podemos dejar de recibir peregrinos. De un peregrino recibimos la vida. Vivíamos olvidando a Dios, y Dios nos castigó de tal manera que estábamos todos esperando la muerte. El último verano llegamos a un punto en que estábamos todos enfermos y muriendo de inanición. Habríamos muerto sin duda, pero Dios nos envió a un anciano como usted. Él apareció un día, pidiendo algo para beber. Pero cuando nos vio, tuvo compasión de nosotros y se quedó en nuestra casa. Nos dio de comer y beber, y nos puso de nuevo sobre nuestros pies. Pagó nuestras deudas, y también nos compró un carro y un caballo. 
   En ese momento apareció la anciana y dijo: 
—No sabemos si era un hombre o un ángel del Señor. Fue bueno con todos, tuvo piedad, y se marchó sin dar su nombre, así que no sabemos por quién rezar a Dios. Lo recuerdo como si hubiera sucedido ahora… Yo estaba yaciente, esperando la muerte, y vi a un hombre que entraba, un hombre calvo, que pedía algo para beber. Y yo, pecadora, pensé que era un vagabundo, pero mire lo que hizo: cuando nos vio abrió su bolso, justo aquí, y…
  La niña la interrumpió:
—No, abuela, primero puso el bolso en el medio de la habitación y sólo después lo puso en el banco.
  Y ambas empezaron a discutir y a recordar sus palabras y acciones: dónde se había sentado, dónde había dormido, qué había hecho y qué le había dicho a cada uno. 
   Al atardecer, el hombre de la casa apareció en un caballo, y él también empezó a hablar acerca de Elisey. 
—Si él no hubiera venido, habríamos muerto en pecado, porque estábamos muriendo con desesperación y murmurando en contra de Dios y de los hombres. Pero él nos puso sobre nuestros pies, y gracias a él encontramos a Dios y empezamos a creer que hay gente buena. ¡Que Cristo lo salve! Antes vivíamos como animales y él nos ha hecho seres humanos. 
  Le dieron a Efim comida y bebida, y un lugar donde pasar la noche, y ellos también se fueron a dormir. Pero después de acostarse, Efim no logró dormirse: no podía dejar de pensar en su amigo y en cómo lo había visto tres veces en Jerusalem, en el lugar más destacado. “Así que ésta es la manera en que se me adelantó” pensaba.”No sé si mis ofrendas serán reconocidas, pero las suyas el Señor las ha reconocido sin duda.”
  Por la mañana, Efim se despidió de la gente. Ellos llenaron su bolso de pasteles y se fueron a trabajar. Y Efim empezó a caminar… 

   Había estado ausente exactamente un año y en la primavera llegó a su hogar. Su hijo no estaba cuando él llegó, y cuando volvió, Efim comprobó que estaba ebrio. Empezó a preguntarle acerca de la casa y se dio cuenta que las cosas no habían funcionado bien sin él. Su hijo había gastado todo el dinero y había descuidado los negocios. Efim lo reprendió y el hijo respondió con palabras rudas. Entonces  el viejo se enojó y golpeó a su hijo. 
   Al día siguiente, Efim fue a visitar al sacerdote más anciano para hablarle de su hijo. Cuando pasó cerca de la casa de Elisey, la mujer de su amigo, que estaba en el patio, lo saludó:
—Bienvenido, amigo… ¿Tuviste, querido, un viaje exitoso?
   Efim se detuvo. 
—Sí, gracias a Dios. Estuve en Jerusalem, pero perdí a tu marido en el camino. Supe que ha regresado.
 —Sí, hace bastante que ha regresado… ¡Nos pusimos tan contentos al verlo, era desolado sin él! No me refiero a su trabajo, porque está envejeciendo. Pero él es la cabeza. ¡Qué feliz estaba nuestro hijo! Dijo que sin él era como estar sin luz para los ojos. ¡Lo amamos tanto!”
—Bien… ¿Y está ahora en casa? —preguntó Efim.
—En casa está, vecino, trabajando con las abejas. Elisey dice que ha sido una buena estación, no recuerda cuando ha habido tan enorme cantidad de abejas. Dice que Dios nos da sin tener en cuenta nuestros pecados. ¡Ven querido! Elisey estará muy contento de verte.
  Efim caminó hasta el lugar de las abejas. Y vio a Elisey cerca de ellas, debajo de un árbol, sin protección en la cabeza, sin guantes, extendiendo sus brazos y mirando hacia arriba. Su cabeza calva brillaba, lo mismo que en Jerusalem en el Sepulcro del Señor. Encima de él, a través del árbol, el sol brillaba, y por encima de su cabeza las abejas revoloteaban en círculo formando una corona y no lo picaban. 
   Efim se detuvo. La mujer de Elisey le gritó a su esposo: 
—¡Aquí está tu amigo!
   Elisey se dio vuelta para mirar. Estaba feliz, y se acercó a su amigo, quitando suavemente  las abejas que estaban sobre su barba.
 —¡Bienvenido, amigo, bienvenido, querido! ¿Tuviste un viaje exitoso?
—Mis pies me llevaron hasta allí y te traje un poco de agua del río Jordán. Pero no sé si el Señor ha recibido mis ofrendas…”
—¡Gracias a Dios. Cristo te salve!  
  Efim quedó en silencio.
—Estuve allí con mis pies, pero tú estuviste allí en espíritu…
 —Es el trabajo de Dios, mi amigo, el trabajo de Dios.
—Al regresar me detuve en la vivienda donde te perdí.
  Elisey se alarmó, y se apresuró a decir:
 —Es el trabajo de Dios, mi amigo, el trabajo de Dios. Bueno, ven,  te daré algo de miel. 
  Y Elisey cambió de tema, y empezó a conversar sobre asuntos hogareños. 
   Efim suspiró. No habló sobre la gente que Elisey había auxiliado, ni dijo que lo había visto en Jerusalem. 
  Y comprendió que Dios ha señalado que cada ser humano, antes de morir, cumpla sus ofrendas con amor y buenas acciones. 

Violeta y el Camino de los 22 Arcanos, casi tres años en este blog

      Cuando publiqué tres de mis novelas en forma de blog, varias personas me aconsejaron que no lo hiciera. Sin embargo, no estoy arrepent...