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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 3 - La Sacerdotisa

 LA SACERDOTISA

                                                           

                             

1.

 

    El tren se internó en tierra gallega…  Montes cubiertos de árboles, bosques de pinos, valles verdes, la luz del día filtrándose tras brumas densas, y más lomas, y más verdes, de infinitos tonos: Santiago estaba cerca.

    Había telefoneado a María de Ouro desde Madrid, explicándole confusamente mis motivos para conocerla: Simón...,  me atraía el Tarot..., no sabía qué hacer con mi vida...

    Su voz cálida respondió con firmeza a mis titubeos:

—De momento haremos un Tarot…, luego veremos. Cuando llegues a Compostela, llámame.

    Y eso es lo que hice: la llamé desde la estación, esperando poder verla enseguida, pero me dijo que esa tarde era imposible y me dio turno para tres días después.

   La pequeña frustración por la espera me duró sólo unos minutos, hasta que me bajé del taxi y empecé a caminar por el centro de la ciudad. Santiago me impresionó tanto o más que Toledo. De nuevo el pasado, intacto, en los edificios y monumentos, en las fachadas de piedra, en las angostas calles con soportales.

    Deslumbrada, caminé al azar admirando todo; y al anochecer me alojé en un hotel con aspecto de antigua posada. La dueña, seria y cautelosa al recibirme, prorrumpió en exclamaciones efusivas cuando se dio cuenta que yo era argentina. “¡Si usted supiera cuántos parientes que tengo por allá!”, exclamaba una y otra vez. Y mientras me contaba la historia de su familia, me condujo a un cuarto muy agradable, con un gran crucifijo en la pared y una ventana desde la cual se divisaban las torres de la Catedral.

                                                   

2.

 

   Los tres días pasaron con lentitud, pese a que Santiago con su atmósfera de medioevo me fascinaba. Estaba inquieta, esperando con impaciencia que llegara el momento de la entrevista con María de Ouro y definiendo obsesivamente lo que iba a preguntarle. 

    ¿Debía quedarme viviendo en algún sitio o debía viajar por un tiempo, como me había recomendado Simón?... ¿Tenía que continuar con la psicología o trabajar en otra cosa?... ¿Qué significaba este interés, nuevo en mí, por temas que nunca me habían importado?

    Un gran interrogante subyacía a todos los demás, y estaba precisándose desde aquel Tarot con Simón: ¿Para qué vine a Europa?

    Pasear y reflexionar no calmó mi ansiedad, pero el lunes finalmente llegó y con él la entrevista que desvelaría tantas incógnitas. 

    La casa de María de Ouro era similar a muchas otras en Compostela: tres plantas, marcos cuadriculados en las ventanas, techo de tejas. 

   Toqué el timbre y me abrió la puerta una mujer anciana, toda vestida de negro, que supuse era la empleada. Me hizo pasar a un saloncito muy acogedor, donde había una mesa pequeña y redonda, varias plantas, grabados en las paredes, y una repisa con imágenes, una cruz de madera y flores.

   Unos minutos después se presentó María. Me pareció bellísima, pese a ser ya de cierta edad, con sus cabellos canosos recogidos en un rodete y sus diáfanos ojos grises de mirada muy intensa.                                                

   Le conté lo que me ocurría… Ella me escuchó atentamente y después me explicó algunas cosas. Me dijo que en una lectura de Tarot,  ayudar al que consulta a conocerse mejor es más importante que predecir su futuro. Y que ese autoconocimiento es la condición primera si queremos perfeccionar nuestra naturaleza.

    Le pedí que me aclarara eso de “perfeccionar nuestra naturaleza”. Resultó ser lo mismo que el Camino de Crecimiento y Aprendizaje mencionado por Simón, el cual, según lo que ambos aseguraban, podría conducirme a una mayor armonía y felicidad en la vida.

    Después María encendió una varilla de incienso y comenzó a barajar las cartas...   

    Hizo una larga lectura, confirmando las indicaciones de Simón, aunque su análisis fue más profundo. Simón había leído las cartas; María me leyó a mí. Su sabia percepción era poderosa y al mismo tiempo delicada. Su mirada, con dulzura, me protegía de sus palabras, a veces duras, que descubrían mi realidad más íntima, mis motivos más ocultos. Quedé totalmente deslumbrada.

    Al finalizar la sesión María me acompañó hasta la puerta, diciéndome que los sábados por la tarde recibía visitas, y que viniera con el fin de conversar un poco más.

    Me alejé de su casa caminando lentamente; y al llegar a Rúa del Villar me senté en un bar, bajo los soportales. Había caído la noche, llovía finamente, y la luz de los faroles se reflejaba en el pavimento húmedo. Estuve largo tiempo reflexionando acerca de lo que María me dijera. Ahora estaba clarísimo que la psicología no me interesaba más, al menos por el momento, y que el trabajo que eligiera tendría que permitirme ser libre y viajar, estar abierta a los encuentros con personas y situaciones, abierta a lo que la vida me fuera trayendo.

    Pero una cuestión fundamental estaba todavía sin dilucidar: ¿Para qué vine a Europa? Al preguntárselo, ella había sonreído enigmáticamente, manifestando que esa respuesta no me la daría el Tarot, que yo misma iba a descubrirla, y quizás muy pronto.  

 

3.

 

    Mientras esperaba, algo impaciente, que llegase el sábado, estuve paseando por Santiago de Compostela…

    Una tarde descubrí varios juegos de Tarot en el escaparate de una librería. Entré a mirarlos. Sólo un mazo me gustó, y mucho. Eran cartas grandes, de colores intensos; las sentí afines a mí. Sin embargo, dudé antes de comprarlas. ¿No sería mejor que María me aconsejase?  Era lo más razonable, pero esas cartas me atraían con fuerza, y sin pensarlo dos veces me las llevé.

    Gracias a las cartas y a los recorridos por la mágica Compostela me distraje, hasta que el momento de visitar a María llegó.

    Esta vez la anciana me hizo pasar a un salón casi lujoso, con mullidos sillones, cortinas de terciopelo, cuadros originales, y objetos de cristal y de plata.

    Enseguida vino María. Estaba más elegante que la primera vez, con un vestido de seda celeste, un chal sobre los hombros y un largo collar de perlas.

    Nos saludamos con un abrazo; y apenas se sentó le mostré el mazo de Tarot que había comprado.

—¿Le parece que debería haberla consultado antes, María?

—Pues no, has hecho bien… Lo escogiste intuitivamente, con el corazón, no con la cabeza —dijo llevándose las manos al pecho.

    Y me explicó que la Intuición es indispensable para el conocimiento de uno mismo y de los demás; y que es menos complicado encaminarse en la vida si nos valemos de ella.

    En ese momento entró la anciana trayendo una bandeja con té y pastelillos de crema. María sirvió el té mientras yo alababa la tetera, una preciosidad en porcelana con flores azules. Comentó que la había comprado en Londres, donde residiera durante muchos años con su marido. Al enviudar había sentido “morriña”, y había regresado a Compostela, a la casa familiar. Aquí vivía con la única compañía de la anciana, criada de su familia desde que ella era pequeña.

    Noté que era golosa: los pastelillos se acabaron rápidamente y pidió que le trajeran más. 

   Para mí, en cambio, lo único apetecible eran sus explicaciones…

—Simón asegura que todos somos potencialmente magos… ¿Usted piensa que todos somos, también, potencialmente intuitivos?

—¡Ya lo creo!... Los seres humanos somos iguales, si bien cada uno trae al nacer ciertos dones  y es más eficaz en unas tareas que en otras… Pero no es suficiente con tener el don: hay que desarrollarlo, ejercitarlo.                                                    

—¿Y cómo hago para desarrollar la Intuición? —pregunté, segura de que era uno de mis dones.

—¿Has advertido esas corazonadas o comprensiones súbitas que tenemos a veces: debo hacer esto o esto otro, ver a tal o cual persona, etc.?... Pues son anuncios de la intuición y hay que hacerles caso...  Naturalmente, al principio es difícil: dudamos…, tememos equivocarnos…, quizás los demás opinen diferente... Pero con el tiempo se aprende y podemos discernir entre intuiciones e ilusiones; hay como una resonancia interior.

  Yo estaba encantada y me hubiera quedado hasta bien tarde, pero después del té, María, discretamente, me sugirió marcharme y regresar el siguiente sábado.

 

4.

 

    Durante la semana seguí visitando iglesias, conventos, palacios y monasterios. También estuve leyendo un par de libros sobre el Tarot que María me prestara. Me sentaba con ellos en las escalinatas de la Catedral, si el tiempo era bueno, o a la mesa de algún bar, cuando llovía.

    El sábado llegué a su casa con un paquete de pastelillos de crema en la mano y un montón de preguntas anotadas en un papel. Pero, ¡oh, desilusión!...  Al entrar en el salón la encontré rodeada por varias personas, de diferentes edades, quienes conversaban animadamente.

    Pasé la tarde intranquila, ansiosa, deseando que todos se fueran para quedarme a solas con ella. Y cuando al fin comenzaron los saludos, comprendí con disgusto que yo también debía retirarme. 

   Al acercarme para darle un beso, María me detuvo con un gesto y me hizo sentar a su lado.

—Si todos los días estás como hoy, Violeta, la Intuición no podrá manifestarse —me dijo con dulzura.

    Intenté decirle lo que me pasaba, pero me hizo callar.

—Me doy perfecta cuenta de lo que estás sintiendo —declaró muy sonriente. 

    Sus palabras y su sonrisa me tranquilizaron.

—Pues mira, te daré una tarea para los próximos días… Te vas por la mañana y por la tarde a una iglesia, la que más te agrade; y una vez allí te sientas con los ojos cerrados, una media hora, procurando no pensar en nada.                                           

    Y con énfasis afirmó:

La Intuición sólo florece en el silencio, en la calma.

    Después me despidió, diciéndome, como si tal cosa, que el sábado siguiente estaría ocupada.

    Salí de su casa algo abatida: ¡dos semanas de espera!...  ¡Y ya me conocía Santiago de memoria!... Pero, ¿qué otra cosa podía hacer, si no era seguir sus instrucciones?

 

5.

 

    Sentarme en silencio y no pensar fue casi imposible al principio, pero a los pocos días me resultó más fácil y hasta empezó a gustarme. Mi vida se fue organizando en torno a esas dos visitas diarias a la iglesia. Había elegido la de San Félix, una muy antigua que estaba cerca del hotel y en la cual me sentía particularmente bien. 

   El resto del día vagabundeaba por Compostela…  Estaba menos ansiosa, más serena; y me encantó recorrer sus calles una y otra vez; o sentarme en las escalinatas de la Catedral,  y en bares y tabernas,  no ya para leer,  sino para observar la gente y la vida de la ciudad.

    Una tarde disfrutaba del sol, que acababa de asomar después de muchas horas de lluvia, frente a la Plaza de las Platerías.  Acomodada plácidamente sobre las escalinatas, entre los estudiantes y los turistas, me quedé largo rato contemplando el agua, que brotaba de la fuente con reflejos de arco iris...

 

   Mi mente está quieta, silenciosa...

   Y de pronto, aparece en mí una Certeza... 

    Sé, y lo sé sin ninguna duda, para qué vine a Europa. Vine en busca de Algo... Algo todavía impreciso que tiene que ver con el Camino de Aprendizaje y Crecimiento..., con la Perfección de mi Naturaleza. 

   Mi comprensión es clarísima en este momento. ¡Es como si se hubiese rasgado un velo!

    Y saber que estoy en esta búsqueda me llena de alegría…

                                                        

6.

 

    Las dos semanas pasaron; y al llegar el sábado a lo de María la encontré sola. Le conté detalladamente mis progresos, y la Certeza que había sentido en Platerías.

—Eso que has experimentado fue un mensaje de tu Intuición —me dijo con una sonrisa complacida—. Ya lo ves, sentarte en silencio fue beneficioso.

   Entonces se levantó y me pidió que la acompañara… Subimos por una escalera alfombrada, y entramos en una habitación que olía a flores y a quietud. Había muchísimos libros, un buen equipo de música,  sillones,  plantas  y un antiguo escritorio junto a la ventana.

   María abrió una gaveta del escritorio con una pequeña llave; y sacó un libro encuadernado en tela blanca, con el título “Curso de Tarot”  y su nombre bordados en letras doradas.

—Voy a regalarte esto —dijo mientras me lo extendía.

   En realidad era un cuaderno, de esos que se usan para llevar un diario; y estaba escrito a mano, con una letra pequeña y pareja.

—Una discípula mía se ocupó, con gran paciencia, de copiarlos y encuadernarlos —explicó, aclarando que tenía pocos ejemplares  y que darme uno suponía establecer un vínculo entre nosotras.

    Algo emocionada, se lo agradecí; y le pregunté por qué no lo publicaba. Me contó los motivos, pero eran muy personales y me pidió reserva al respecto.


7.

     

    Cuando estábamos tomando el té apareció otra visita, una chica simpatiquísima llamada Lupe. Al notar mi acento me dijo que ella era mitad madrileña y mitad hispanoamericana, ya que su madre provenía de México. Me pareció muy vital y muy linda, con sus grandes ojos castaños, sus cabellos cobrizos, y una encantadora risa de campanillas.  

   María nos dejó a solas por un rato y nos pusimos a conversar como si nos conociéramos de toda la vida. Lupe manifestó gran admiración por María, y aún más por sus consejos.

—Siempre que necesito una ayudita moral, vengo a Compostela y me hago echar las cartas por ella —confesó.                                         

    Cuando la anciana le avisó que María la esperaba en su estudio, Lupe me dio su dirección. Era en la ciudad de Valencia, donde residía desde algunos años atrás. 

—Si vienes a Valencia te puedes quedar en mi casa: me da gusto recibir amigos y tengo sitio de sobra —dijo, despidiéndose con un abrazo.

    Mientras esperaba a María me puse a hojear su libro… Y súbitamente sentí lo mismo que esa tarde frente a Platerías: una Certeza, una Idea, imponiéndose en mí: ¡tengo que ir enseguida a Valencia, a la casa de Lupe!...  De inmediato pensé que eso era un disparate: acababa de conocerla, sería muy precipitado...

    Cuando vino María le conté lo que acababa de suceder… Se rió suavemente.

—Tu intuición te está indicando que vayas a Valencia, pero la estás negando con tus prejuicios, temores y cortedades.

    Y enseguida  anotó el teléfono de la casa donde se hospedaba Lupe, diciéndome que ella se marchaba dentro de pocas horas.

—¿Le parece que la llame?

—Pues…, lo que sientas... —respondió, mirándome significativamente.

    Pese a todo continué con mis dudas, pero llegaron nuevas visitas y no pude hablar más del tema.

  

8.

 

    Salí de su casa y caminé bajo la llovizna en dirección al hotel. “Quiero quedarme más tiempo en Santiago y continuar aprendiendo de María” cavilaba, mientras me iba empapando. Pero una palabra resonaba, obcecadamente, dentro de mí: ¡Valencia!... ¡Valencia!...

    No logré acallarla, y aunque seguía pensando que todo era muy precipitado, me dirigí a un teléfono y marqué el número de los amigos de Lupe.

    Mi llamado la sorprendió alegremente… Con timidez, le pregunté si sería una molestia que la visitara en los próximos días.

—¡No, mujer, de mil amores!... Oye, te vienes conmigo… ¡Qué bueno!... No me apetecía nada conducir a solas...                                                

    Enseguida llamé a María… Aprobó con énfasis mi decisión, asegurando que me sentiría muy bien en casa de Lupe y que me gustaría Valencia. Y antes de cortar, recalcó que en Compostela estaba ella, y su teléfono, para cualquier cosa que yo necesitase.

    Al llegar a mi habitación me cambié y preparé la valija. Después, hice un último paseo por las “rúas” y cené en una taberna cerca de la Catedral. Me sentía bien, muy tranquila, como aligerada de un peso por haberle hecho caso a mi intuición, y curiosa ante lo que me depararía Valencia.

    Lupe vino a buscarme de madrugada, en su pequeño auto amarillo. Y rápidamente dejamos atrás las calles desiertas, iluminadas por los faroles y envueltas en la neblina.


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