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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 1 - El Loco

 EL LOCO

                      

                                    

1.

 

    ¡Adiós Buenos Aires!... ¡Adiós todos!... susurré,  acercando mi cara a la ventanilla del ómnibus y mirando por última vez los rostros de amigos y familiares, que con lágrimas y risas gritaban las últimas recomendaciones. Ya no los oía, aunque por sus gestos podía adivinar sus palabras: ¡Cuidate!... ¡Escribí!... ¡Llamá!... ¡Ojo con los españoles!

    Mi vista se enturbió mientras ellos se fueron empequeñeciendo, en un agitar de manos y de besos, hasta que el ómnibus dobló y ya no pude verlos…


    Mi compañero de asiento, un chico de ojos amistosos, pelos largos y sonrisa encantadora, me preguntó si iba a San Pablo o a Río de Janeiro.

—Voy hasta Río, a tomar un avión que va a Lisboa, y de ahí a Madrid:  así me sale más barato. 

—¿Te vas de paseo o te vas a vivir allá?

    Demoré en responder, porque en realidad no lo sabía.

—Quiero conocer Europa... Y vos, ¿adónde vas?

—A Río... A trabajar y vivir un tiempo allí... Ya estuve hace unos años, enamorado de una carioca... ¡Brasil es alucinante!

    Me dijo que era uruguayo y que venía de pasar un tiempo en el Sur, en casa de unos amigos, pero que se había cansado del frío, de la lluvia y de hachar leña. “¡Quiero sol, quiero mar!” exclamó riéndose.

—¿Y de qué trabajás? —le pregunté.

—Soy artesano. ¿Y vos?

—Yo soy psicóloga.

    Quizás esta respuesta lo intimidó, porque después de sonreír ligeramente abrió una revista que llevaba y no me hizo más caso durante un buen rato.

 

2.

 

    Corría el mes de abril de 1977, y me estaba alejando de un país doliente, donde un terror silencioso, una feroz violencia enmascarada, aplastaban sin discriminar a unos y a otros.

    Me había graduado un par de años atrás, y estaba haciendo mi formación como psicoanalista, y trabajando ad honórem en la facultad y en un hospital, cuando ocurrió el golpe de estado y todo se desmoronó: de la noche a la mañana me encontré sin trabajo ni ocupación alguna. Además, mi analista, con el que llevaba cuatro años en terapia, se fue a vivir a Brasil. Y mis amigos y compañeros fueron desapareciendo: algunos de verdad y para siempre; otros emigraron; y los demás se retiraron a sus casas, a esperar que la tormenta amainara, porque hasta salir a la calle daba miedo, y hasta sentarse a tomar un café en un bar era peligroso.

    También me había separado, después de cuatro años de un matrimonio frustrante y aburrido. Vivía de nuevo con mi familia, y de nuevo tenía que soportar el autoritarismo de mi padre, que chocaba con mi carácter independiente y rebelde.

    Así estaban las cosas cuando llegó carta de una amiga emigrada a España. Con entusiasmo,  relataba lo linda que era la vida allí, la libertad que se disfrutaba, y lo fácil que era ganarse la vida.

    Casi al mismo tiempo recibí, en forma totalmente inesperada, una pequeña herencia de un tío fallecido. No era mucho dinero: el suficiente para un pasaje a Europa y para vivir algunos meses, hasta que decidiera quedarme o regresar.

  

3.

 

    Mi vecino cerró la revista que leía, se ofreció para traer café, y al volver, con los dos vasitos en una sola mano, se presentó:

—Me llamo Juan. ¿Y vos?

—Violeta  —respondí  sonriendo.

   Juan me dijo que tenía veintisiete años, y que desde hacía mucho viajaba por Sudamérica vendiendo sus artesanías: prendedores, colgantes y pulseras con el diseño de un nombre. Entonces, sacó de su bolso un pequeño rollo de alambre y una pinza. Y con destreza delineó en pocos minutos una “Violeta” de plata, que remató por detrás dándole forma de alfiler.                                                

    Me asombró que se pudiera ganar la vida con algo tan sencillo, pero él me aseguró, prendiendo el alfiler en la solapa de mi chaqueta, que los nombres se vendían muy bien.

—¿Y siempre trabajaste en esto?                                     

 —No, mi primer trabajo fue en una oficina, hasta que me echaron porque tuve una pelea con el jefe, y después...

    Mientras me contaba su vida, sus movimientos eran incesantes: se levantaba a buscar más café, o a preguntarle algo a los chóferes, sacaba y ponía cosas en su bolso, fabricaba nombres.

—Y entonces me fui de viaje, al principio trabajando en lo que podía, y más adelante...

    Lo escuchaba con interés: nunca había charlado con un “hippie”. Los había visto en la feria artesanal de Plaza Francia, con sus ropas coloridas y su olor a incienso; me parecían raros, diferentes, y quizá por eso me desconcertaban un poco.

    Con Juan, sin embargo, me sentía bien. No era raro aunque sí diferente; ni olía a incienso sino a colonia de lavanda; su ropa no era de colores sino de “jeans”; y su sonrisa se volvía más y más encantadora a medida que pasaban las horas y seguíamos conversando.

 

4.

 

    Era de mañana: ya no se veían vacas ni llanura, sino lomas, palmeras, y un verde más verde, más intenso.

    A mi lado, Juan dormía: la cabeza ligeramente inclinada, sus largas piernas estiradas hacia el pasillo, las manos flojas y abiertas. “¿Cómo será vivir así,  me pregunté, con la casa al hombro, todas las pertenencias en un bolso, y subsistiendo gracias a una pinza y un alambre?”

    Horas antes, mientras soportábamos los trámites del cruce de frontera, le había hecho muchas preguntas.

—¿Cómo decidís adonde ir?

—Yo no decido, el cuerpo me lleva.

—¿El cuerpo te lleva?

 —Es una manera de decir..., el cuerpo..., el instinto... Mirá, por ejemplo: hace un año estaba en Buenos Aires, vendiendo mis nombres en una plaza, cuando conocí a una pareja que vivía en El Bolsón, en una chacra, plantando frambuesas y criando hijos. Media hora después hice el bolso y me fui con ellos.                               

   Yo lo escuchaba atónita.

—¿Y nunca te equivocás? ¿No te ocurre que vas a un lugar y después no te gusta?

—¡Si no me gusta me voy! —replicó riéndose.  

—¿Y no te cansás de viajar tanto…, no te dan ganas, a veces, de quedarte tranquilo en un lugar?

—¡Seguro!  —volvió a reírse—.  Siempre me quedo en algún sitio… ¿O te creés que me la paso arriba de un ómnibus? 

—Y cuando te quedás en un lugar: ¿qué hacés, además de los nombres?

—Vivo... Conozco gente... Aprendo algo nuevo... Es muy loco, pero casi todo lo que sé lo aprendí viajando.

 “Y parece saber muchas cosas que yo ignoro, así que viajar debe ser muy instructivo” pensé mientras el ómnibus se detenía. 

  “¡Veinte minutos para desayunar!” gritó uno de los chóferes. 

    Juan estaba profundamente dormido. No quise despertarlo y descendí sola.

    Entré al parador, me senté frente a un mostrador larguísimo, y mientras tomaba mi primer desayuno brasileño, reanudé mis reflexiones. Se lo veía tan feliz a Juan con su vida de vagabundo, sin compromisos ni responsabilidades, sin pensar en el futuro, sin planes... No solía conocer personas felices... Tampoco yo lo era: deprimida a menudo... y sin encontrarle sentido a casi nada. Por eso había estudiado psicología... Y me había servido... Y también mis años de terapia: estaba más equilibrada, más segura. Pero seguía sin comprender... ¡Tenía ya veinticinco años, y todo continuaba siendo inexplicable!...

   ¿Por qué tanto sufrimiento, en mí y en los demás?...

   ¿Cuál es el sentido de la vida?...

    Ni este viaje estaba muy claro. Había partido llevada por un impulso, y sabía por qué me iba, pero no para qué. ¡Ni la menor idea de lo que haría en Europa!

    Terminé mi desayuno y me puse a mirar en todas direcciones, algo deslumbrada. ¡Qué distintos a nosotros me parecieron los brasileños! ¡Y su comida! ¡Y esos colores!...

    De repente, me sentí contentísima, con una alegría casi infantil. Quizás me había contagiado de Juan... ¡Qué gracioso!  Recién ahora me daba cuenta: me estaba yendo de viaje, a la ventura, sin miedo y sin proyectos.

   ¿No estaba, acaso, haciendo lo mismo que él?


5.

 

    Después de subir al ómnibus me adormecí. Me sacó de la modorra ver a Juan ocupado en barajar y extender, sobre su revista, unas extrañas cartas. Estuve espiándolo intrigadísima hasta que él, sin mirarme, dijo:

—Son cartas de Tarot... Me las regaló una amiga y estoy aprendiendo a usarlas.

   ¡Cartas de Tarot!... Poco tiempo atrás me hubiera sonado a brujería, pero ahora las miraba, curiosa y divertida, insólitamente interesada.

—No puedo creer que haya alguna certeza en cartas que salen al azar —le dije cuando las guardó.

    Me aseguró que no salían al azar, que siempre aparecían las cartas justitas para lo que le estaba pasando.

—¿Y recién qué te salió?

—¡Que en Río la voy a pasar muy bien! —exclamó sonriente.

    Algo en su sonrisa y en su mirada me molestó, y deseando cambiar de tema le pregunté cómo era Río. Manifestó que para ser una ciudad no estaba mal, aunque no dejaba de ser una ciudad, con demasiada gente, ruidos, contaminación y violencia.

 —Prefiero un pueblo pequeño, en el mar o en la montaña… Ahí sí que se respira aire puro, y estás más cerca de la verdad de las cosas.

 —¿Qué querés decir con la verdad de las cosas?

 —¡Qué sé yo...!  Es como el fondo, viste, como si fuera el alma —y lanzó una carcajada—. ¡Qué loca está poniéndose esta charla!... Ahora quiero que me contés de ti.

   Y le conté... 

   Y me contó... 

   Y así se nos pasó el resto del viaje.

 

6.

 

    Llegamos a Río de Janeiro al mediodía. Era jueves,  y yo tenía que esperar mi avión hasta el lunes.

—Yo voy a un hotel que conozco en el barrio de Flamengo —me dijo Juan en la terminal—. Venite, y después te muestro Río.

    Me pareció una buena idea y acepté.

    No despegué mi nariz de la ventanilla durante todo el viaje en taxi. Estaba de nuevo contentísima. Y Juan, riéndose, repetía: ¿Viste qué alucinante?        

   El hotelito tenía un aspecto limpio y agradable. El dueño o encargado, un moreno flaco y simpático, después de hablar unos minutos con Juan, nos guió por un largo pasillo hasta una puerta de color granate. La abrió, le dio una llave a Juan, y se retiró.

   Con estupor, miré la enorme cama matrimonial, cubierta por una colcha estridente, que ocupaba casi toda la habitación. Molesta, irritada, le dije a Juan con tono agresivo que deseaba una pieza para mí sola. Me respondió con un “¡ah…!” y una sonrisa que no supe si era de disculpa o de burla. Y fue a buscar al hombre, quien regresó contoneándose y riéndose.

    Esta vez nos condujo por una escalera empinada hasta el segundo piso, y allí nos mostró dos habitaciones contiguas, bastante acogedoras. Entré con mi valija en una de ellas, y después de un deliberado portazo me tiré sobre la cama, cuya colcha, de un blanco impoluto, tenía olor a desinfectante.

    Estaba nerviosa y confundida… ¡Estábamos pasándolo tan bien!... ¿Por qué había tenido que arruinar todo?... ¿Qué se imaginaba: unas horas charlando en el ómnibus y ya tenía que irme a la cama con él?

   De pronto todo estuvo mal: Juan me parecía torpe y tonto, me dolía mucho el cuerpo después de cincuenta y cuatro horas de viaje, y me estaba arrepintiendo de haber aceptado alojarme en su hotel… 

Había una ventanita junto a mi cama. Me arrodillé y miré: el mar reflejaba como un espejo al sol incandescente, y unos montes (que después supe se llaman “morros”) emergían del agua como pequeñas islas verdes. Era tan espléndido lo que veía que me aflojé.

   Estuve, con deleite, mirando por la ventana, hasta que oí unos suaves golpecitos en la puerta. La cara de Juan asomó, sonriente. Se había duchado y cambiado: pantalones blancos, camisa de colores, sandalias de cuero.

—¿Seguís enojada?

    Su expresión era tan amable que, sin poder evitarlo, sonreí yo también.

—¡Sos linda cuando te reís! —dijo con tono meloso.

    Me tensé de nuevo, ante sus claros intentos seductores. Pero al mismo tiempo comprendí que él me gustaba y que bien podría dejarme llevar. “¡Estoy loca! pensé, ¿qué me pasa?”, mientras él me tomaba de las manos y con una mirada muy mansa me decía:

—Quedate tranquila… Si no lo deseás, todo bien... Si no se da, no se da... Igual somos amigos, e igual quiero mostrarte Río y que pasemos estos cuatro días juntos.


7.

 

    Los cuatro días los pasé trotando de un sitio al otro, conducida por un guía turístico bastante original. “¿Adónde vamos?” le preguntaba cuando salíamos del hotel. “¡Dónde nos lleve el viento!” me contestaba… Y yo lo seguía sin rechistar.

    Y paseábamos al azar: doblando en una esquina para ver qué vendía esa mulata gorda, vestida de blanco (era de Bahía y vendía pastelitos), o en aquella otra porque le gustaba el embaldosado de la vereda. O corríamos para alcanzar un ómnibus que iba a Copacabana y después de haber subido, sin aliento, y de haber sacado los boletos, nos bajábamos a las pocas cuadras porque tenía que mostrarme un lugar alucinante. No conseguí subir al Cristo; tampoco al Pan de Azúcar, que veía desde mi habitación, con la pequeña cabina que iba y venía a muchos metros sobre el mar. “Eso es para turistas” me decía, “mejor subamos al morro de Santa Teresa”.

   No intentó más nada para seducirme, se mantuvo en una actitud amistosa, pero había algo flotando entre los dos, algo que no era sutil sino bien espeso y dulce, y que me hacía debatir entre impulsos contradictorios. Me parecía un disparate comenzar una relación que iba a finalizar en pocas horas, y a la vez, cada noche cuando nos despedíamos junto a la puerta de mi cuarto, deseaba invitarlo a entrar.


8.

 

    Y así llegamos al domingo, la víspera de mi partida.

    Al atardecer fuimos a caminar por la playa. El sol era una bola roja sobre el horizonte, y allá en lo alto, el Cristo extendía sus brazos blancos...

 

    Juan corre adelante... y a veces se detiene... Se moja los pies en la espuma..., da giros..., junta piedritas y caracoles..., juega con el gran sombrero de paja que se ha comprado.

    Ahora se acuclilla..., parece haber encontrado algo... Al aproximarme veo sus hallazgos sobre la arena: unos restos de velas y flores empapadas.

    Intrigada, le pregunto qué significan.                                                

—Es de un ritual... Creo que son ofrendas a Yemanjá, una divinidad o espíritu de las aguas, a la que representan en las imágenes como una mujer muy hermosa...

   Y mirándome con ternura agrega:

—¡Tan hermosa como vos!

    Con las dos manos, con delicadeza, acaricia mis mejillas…  Luego me envuelve con sus brazos y me besa... Y yo me rindo,  me dejo llevar… 

   Nos besamos largamente... 

  Y después seguimos caminando...

   De pronto, siento deseos de meterme al mar así como estoy, con mi largo vestido blanco y mi chal azul. ¡Debo estar enloqueciendo!... Besándome con un hombre que me habla de espíritus y divinidades —en los cuales no creo—, y ahora, casi de noche, ¡quiero meterme al agua vestida!

   Al confesarle a Juan mi alocado impulso, se muestra encantado. “¡Bueno, vamos!” dice riéndose. Y tomándonos de la mano corremos hacia la orilla.

   Entramos en el agua tibia, apacible, con olas que se deshacen suavemente… Me siento inmensamente bien, casi feliz… y es como si todo mi cuerpo lo sintiera. Jugamos...  Reímos... Nos besamos...

    Inesperadamente, Juan se pone solemne y comienza a mojar mi cabeza. Una y otra vez vierte agua sobre mí, con dulzura… Y con una expresión muy seria exclama:

—¡El espíritu de Yemanjá, que está en las aguas, y ese Cristo que está en todas partes, quieren que renazcas a una vida nueva!

    Me quedo quieta mientras él continúa con la ceremonia... Y adivino que esto no es sólo un juego, que tiene algo de verdad, y que estoy naciendo a una vida nueva, todavía desconocida para mí.

 

9.

 

    Esa noche, después de una cena con velas y música “bossa nova”, reanudamos con naturalidad lo que comenzáramos junto al mar. Fuimos amantes al fin, aunque fugaces: la noche, que se prolongó hasta el mediodía, nos pareció demasiado breve.

   Sin dormir, y con las manos enlazadas, viajamos en taxi hasta el aeropuerto, besándonos interminablemente, y prometiéndonos un reencuentro meses después, quizás en Europa, quizás en Buenos Aires.                                          

    Yo sentía un poquito de pena, sólo un poquito:  la emoción de estar partiendo era más fuerte. Tampoco percibí tristeza en él: tranquilo y sonriente, me acompañó mientras hacía los trámites. Luego nos tomamos el último café juntos, mirándonos a los ojos y diciendo tonterías. Caminamos abrazados y sin dejar de besarnos hasta la puerta de embarque. Y después, sin una sola lágrima, avancé por el puente hacia el avión.

 

10.

 

    Dormí la mayor parte del vuelo; y estuve como sonámbula durante la llegada a Lisboa, las formalidades, el trasbordo, y el breve viaje hasta Madrid. Recién en el aeropuerto de Barajas me desperté del todo.

    De nuevo gestiones; cargar mi valija en un carrito; telefonear a mi amiga; tomar mi primer café con leche español.

    Y de nuevo esta alegría enorme, este alborozo casi infantil: saltaría, gritaría, estallaría en jubilosas carcajadas. Pero no se puede hacer eso. Sin embargo..., ¿por qué no?

    Y me animo a dar brincos, mientras empujo el carrito hacia la salida. Y a reírme sin disimulo. ¡Ja, ja!... ¡Van a pensar que me volví loca!


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