Traductor - Translation

La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 8 - El Carro

 EL CARRO

 


1.

 

    El proyecto de irme a Londres se afirmó en pocas horas y con gran entusiasmo comencé a organizar el viaje.

    Lupe puso el grito en el cielo:

—Ten en cuenta que no conoces a nadie, ¿qué harás, en qué trabajarás?

—Tengo todo lo que ahorré en el verano, Lupe. Eso puede durarme hasta que consiga algún trabajo y entonces...

—¡Violeta!, tú no tienes idea de lo que es Londres. Es carísima, y deberás pagar un alquiler, y además estamos ya en noviembre, y allá debe hacer un frío de ésos... Mira, no creo que conseguir trabajo sea fácil para una extranjera, y deberás entenderte con el idioma...

—Pero Lupe, si estudié inglés un montón de años...

    A Lupe no le gustaba que yo me fuera y siguió pintándome todo de color negro. A Pau, en cambio, no le pareció mal. Londres era, sin duda, menos peligroso para él que Florencia.

    En una semana tuve todo listo. Pau me acompañó al aeropuerto y me hizo prometer que si las cosas no iban bien volvería. Me reí secretamente de sus temores. Había en mí tanto empuje, tanto arrojo, que los posibles contratiempos eran sólo un desafío.

    Eso era Londres para mí: un reto, algo a conquistar. Y deseaba realmente afrontar esa lucha y confiaba en vencer.

  

2.

 

    En el aeropuerto de Gatwick, un severo oficial de inmigraciones, después de interrogarme por más de veinte minutos, puso un sello en mi pasaporte con permiso de estadía por seis meses. Desde allí viajé hasta la estación Victoria, donde abundaban los hospedajes de precio accesible.

    Al salir de la estación y respirar las primeras bocanadas del frío londinense, húmedo y plateado, sentí esa alegría casi infantil de las llegadas. Y continué sintiéndola por varios días, cómodamente alojada en un hotel y paseando por Londres, que me fascinaba.

    Visité museos, palacios, jardines y catedrales; y me familiaricé con el “underground”, con las líneas de autobús y con las comidas. Anduve eufórica de la mañana a la noche,  y gasté muchísimo, cambiando un cheque de viaje tras otro. Pero un día, al hacer cuentas, me alarmé: a ese ritmo me quedaría sin fondos rápidamente. ¡Lupe tenía razón! ¡Londres era carísima! Con urgencia, tenía que reducir gastos y comenzar a producir dinero.

    En Valencia me habían dado el teléfono de una pareja de españoles, que vivían en la zona de Bethnal Green. Los llamé, fui a su casa, y de ellos obtuve la primera información que necesitaba para sobrevivir en Londres. Me sugirieron alquilar una habitación en una casa compartida y me explicaron qué clases de trabajo podían conseguir los extranjeros. Yo había traído los restos de jade del verano, pero de eso, me aseguraron, debía olvidarme: la “venta” en Londres sólo era posible con rigurosos permisos y en mercados habilitados para ese fin. Y los empleos disponibles eran desagradables y mal remunerados. Cuando me aclararon de qué se trataba, me sentí mal. ¿Trabajar de mucama, o de moza de bar, o lavando copas?... Imaginaba la cara de horror de mis padres si lo supieran... Sin embargo, no parecía haber otra opción, y yo quería quedarme. ¡Londres era fabulosa! ¡Se podían hacer tantas cosas!: conferencias, cursos, talleres, recitales...

    ¡Trabajaría en lo que fuese!

 

3.

 

   La pareja de españoles me presentó amigos suyos, quienes a su vez me conectaron con otros, y éstos con otros más. Estuve yendo y viniendo, hasta que conseguí mi primera casa y mi primer empleo.

    La casa, en la zona de Brixton, era enorme y bastante precaria; y la ocupaban jóvenes de América del Sur, del Caribe, de África y de España. Mi pieza era un espacio grande y vacío: apenas una cama, una silla y una pequeña mesa. Y parecía una heladera: la calefacción, que pagábamos entre todos, nunca funcionaba bien.

    Tenía que levantarme tempranísimo para ir al lujoso hotel, en Park Lane, donde trabajaba como mucama. Al salir a la calle gélida me despertaba del todo, pero me amodorraba de nuevo durante el viaje en el “underground”. Y así, somnolienta, tenía mi diario encuentro con plumeros, escobillones, trapos y aspiradoras.

    Abandonaba el hotel a las cuatro, cuando ya estaba oscureciendo, y llegaba extenuada a mi cuarto fresquito, sin ganas de nada, más que una ducha —apenas tibia— y una cena barata en la humeante taberna de la esquina, en la cual los cabellos y el estómago se me impregnaban de grasa. Luego solía conversar un poco con algunos chicos y chicas que habitaban en la casa. Y después a dormir, arrullada por Bob Marley, que cantaba día y noche en una habitación cercana a la mía, morada de unos jamaiquinos.

    En pocos días logré que me despidieran del hotel, después de haberle contestado de manera insolente a la jefa de mucamas, quien con igual insolencia me había reprendido por una cama mal hecha.

    Me alegré y disfruté de unos días de libertad, mientras me prometía, con gran resolución, conseguir un empleo más tolerable.

                                                                            

4.

 

    De nuevo fui y vine, con perseverancia, hasta encontrar un puesto en el bar de unos italianos, en la bonita zona de Covent Garden. Hacía “sandwiches”, lavaba la vajilla y ayudaba al pastelero en la preparación de tortas de chocolate y limón. También, por supuesto, aprendía italiano. Mis patrones eran jóvenes y simpáticos, y me trataban bien: por algunos días fue divertido. Pero... eran muchas más horas que en el hotel. Regresaba a mi habitación bien avanzada la noche, sin tiempo para otra cosa que ducha y sueño. Rápidamente me hastié: si bien estaba ganando mis libras, ¡no me quedaba tiempo para gastarlas!

    El segundo sábado llegué a casa después de medianoche; me congelé bajo la ducha; y al meterme en la bolsa de dormir me horroricé: en pocas horas más tendría que levantarme y pasar el domingo entero bregando en la cocina de los italianos.

   Cuando el despertador sonó, a las siete, hubo en mí una decisión instantánea… y después de apagarlo, seguí durmiendo. Me desperté al mediodía, con una sensación muy agradable: ¡tenía el domingo libre! Salí a la calle, desayuné copiosamente en un bar, y luego, desde el teléfono más cercano, les comuniqué a mis patrones que renunciaba.

    Durante algunos días gocé nuevamente de mi libertad, aunque decidida a continuar buscando. ¡Tenía que haber algún trabajo que yo pudiera soportar!

 

5.


   Después de muchas averiguaciones conseguí, ¡al fin!, una tarea de pocas horas. Consistía en recorrer las calles de Piccadilly Circus con un cartel que me cubría el pecho y la espalda, donde se anunciaba una tienda de antigüedades. Me resultó entretenido; y me habían dado permiso para entrar en algún bar a tomar un té, o para sentarme, durante unos minutos, en las gradas que rodean a la estatua del Ángel.

    Por esos días, y aprovechando que tenía más tiempo libre, me puse a buscar una vivienda mejor. Indagué bastante, hasta encontrar una que me gustó muchísimo, en la zona de Camden Town. Y me mudé enseguida. Mi cuarto tenía bonitos muebles, cortinas en la ventana, y la calefacción funcionaba bien.

    Entre los inquilinos había una brasileña, Sonia, una morena bellísima de largos cabellos rizados, gestos sensuales y risa fácil. Hacía dos años que se daba la gran vida en Londres, gracias al giro que recibía cada mes de su padre para continuar con sus estudios de inglés. Tenía como “enamorado” a Timothy, un estudiante de la Universidad de Londres, quien vivía en el mismo barrio.

    Me sentí muy contenta con mi nueva casa y con mi trabajo, que era menos difícil de sobrellevar, pese a la neblina helada que empañaba los vidrios de los escaparates y enturbiaba las luces de los anuncios, y que a veces me hacía tiritar.

    Lamentablemente, una mañana desperté en medio del sopor de una fiebre altísima y de una gripe que me derribó, quitándome para siempre la vocación por el “marketing”.

    Estuve varios días en la cama, con Sonia haciendo de enfermera y mi ánimo decaído. ¿Sería posible, realmente no había ocupaciones mejores que las conseguidas hasta entonces?... Por momentos, la promesa que hiciera a Pau me tentaba: ¿y si regresaba a Valencia?  Allá, el sol brillaba también en invierno… y Pau me escribía largas cartas nostálgicas... ¡Pero no!... ¡No iba a renunciar tan rápido!... No iba a huír corriendo ante las primeras dificultades que vivir en Londres presentaba. Tenía que hallar algo mejor, algo más adecuado para mí. 

                                                                                                                           6.                                          

 

    Al recobrar la salud me arrojé a la lucha con bríos renovados. En el mercado de Portobello me compré un abrigo impermeable, forrado en grueso paño, y unas botas con piel por dentro; y así equipada reanudé mis pesquisas, a través de la neblina penetrante y helada.

    Entonces supe de un argentino buscavidas, Jorge, quien necesitaba vendedores para unos juguetes importados de Hong Kong.

    Su oficina era un pub en Notting Hill. Allí lo encontré con una jarra de cerveza en una mano y un cigarrillo, del que chupaba con avidez, en la otra. Sus ojos guiñaban en forma intermitente, como si tuviera un tic nervioso, y era gordo, con el pelo grasiento y una camisa con muchos días de uso. No me agradó, pero el trabajo que me proponía sí. A los gritos, debido a la vocinglería del local, me explicó en qué consistía. Los juguetes eran unos pájaros de metal, muy livianos, que volaban durante un  tiempo breve gracias a un dispositivo a cuerda; la venta era callejera y prohibida.

—Si te agarran vendiendo vas a la cárcel —me dijo, pasando el dedo índice por delante de su cuello como si fuera un cuchillo—  y después te expulsan del país: sos extranjera, sin permiso para trabajar y encima en un negocio que no paga impuestos.

    Pero enseguida me aseguró que si uno era cuidadoso no había peligro. Desde hacía más de un año, tenía a cinco equipos vendiendo los pájaros en los parques de Londres. Se trabajaba de a dos para correr menos riesgos y nunca le había pasado nada a nadie.

—Podés ganar bastante —me garantizó, aleteando sus ojos ininterrumpidamente.

    Era, sin duda, un poco arriesgado..., pero mi osadía lo sintió como un divertido desafío. Además: ser libre..., sin horarios..., sin jefes… Si tenía frío o hambre, entraría a un bar; si llovía o nevaba, me quedaría en casa; si el día era lindo, lo aprovecharía al máximo.  Era el trabajo ideal para mí.

 

7.

 

    Al mediodía siguiente, llegué a la entrada del Hyde Park sobre la calle Exhibition. Allí me estaba esperando Jorge y el que sería mi compañero de equipo: Favio, un colombiano bajito, de pelo oscuro y piel muy pálida, que por suerte me cayó muy bien.

    Nos adentramos en el parque, caminando durante un buen rato. Hyde Park es una inmensidad verde, con un gran lago, mucha vegetación, jardines, puentecillos, e innumerables senderos que se entrecruzan.                                                   

   Al detenernos, en una esquina bastante concurrida, me senté sobre el césped para asistir a una demostración de “venta y huída”.

    Favio, quien hacía volar los pájaros y los recogía al caer, era el que vigilaba. Jorge contestaba las preguntas de la gente y vendía, sacando las cajas con los juguetes de un enorme bolso. Casi todos los paseantes se detenían a observar las aves planeadoras; y como el precio era accesible, mucha gente los compraba.

    De pronto, y tal como habíamos convenido, Favio comenzó el simulacro, agarrándose la cabeza con ambas manos y abriendo la boca en un gesto de espanto. Fue tan gracioso que me dio risa, mientras lo veía correr hacia donde estaba Jorge, sacudirlo de un hombro y alejarse velozmente. Jorge levantó el bolso y se fue, también con rapidez, hasta desaparecer detrás de unos árboles. El pequeño público que miraba se dispersó… y a los pocos minutos ambos regresaron. Yo todavía me estaba riendo y les confesé que la tarea me parecía fácil y entretenida.

    Jorge se despidió, y me puse a charlar con Favio. Hacía tres años que vivía en Londres, estudiando cine y fotografía. Había tenido cantidad de trabajos, pero éste era el que más le gustaba. Me aseguró que el riesgo era mínimo:

—Ya me conozco los mejores lugares del parque, donde es bueno para vigilar. También sé, más o menos, cada cuanto pasa la guardia. Es cosa de quitarse y esperar que ellos pasen  —dijo sonriente.

    Después de esta presentación nos pusimos a trabajar: Favio como vendedor y yo como centinela. Tres horas después volví a casa, con el monedero lleno.

    Me sentí contentísima. ¡Lo había logrado…, había superado los obstáculos! Con los pájaros se ganaba bien y eran pocas horas a la semana. Podría permitirme, ¡al fin!, cursos, conferencias, libros, recitales, paseos... La confianza en mí misma se magnificó y estuve algo ególatra durante varios días.

 

8.

 

    A mediados de febrero Sonia se fue a vivir con Timothy. En esa casa había un cuarto desocupado, y después de que Timothy me presentara y los demás inquilinos me aprobaran  (ese era el procedimiento habitual),  lo alquilé y me mudé.

    Mi nueva habitación era muy linda y daba a un pequeño jardín. En el subsuelo estaba la cocina, con cacerolas y vajilla para uso de todos, y un comedor bastante grande, con una larga mesa, muchas sillas y un par de sillones. 

    Pero la causa del traslado no fue la comodidad, ni el hecho de que Sonia estuviese allí, sino que en esa casa eran mayoría los anglo-parlantes y yo quería conversar en inglés.

    Mis nuevos compañeros de casa eran muy amables, aunque algo distantes. El más simpático era Nick, a quien siempre veía ir y venir muy apresurado, con su impermeable gris y su gorro con visera. Era muy alto, muy delgado; sus ojos claros miraban con vivacidad y franqueza; y en su frecuente sonrisa asomaba cierta picardía. 

    Alguna que otra vez, dialogábamos brevemente...

—Siempre pareces tener prisa  —le dije una mañana en la cocina.

    Nick estaba preparando té  con “porridge” y yo, café con tostadas.

—¡Oh, sí!, soy una persona muy ocupada

    Y me contó que estaba haciendo un doctorado en antropología y que además era militante del Movimiento Pacifista. Mientras compartíamos su “porridge” y mis tostadas, Nick indagó acerca de mi vida en Londres… y yo acerca del pacifismo... Al contarle los paseos que había hecho, comenté que me encantaban los autobuses de dos pisos. Entonces exclamó:

—¡Qué interesante!, esta tarde iré al centro por varios asuntos y tendré que tomar autobuses de dos pisos… ¿Te gustaría venir conmigo?

    Acepté con placer: era la primera vez en mi vida que alguien me invitaba a pasear en autobús.

    Y ese paseo marcó el inicio de mi amistad con Nick.

 

9.

 

    Acompañar a Nick en sus diligencias por Londres se repitió en varias ocasiones. Siempre me gustaba: podía conocer nuevos rincones de la ciudad y conversar largamente con Nick. Entre sus temas predilectos estaban la violencia y la guerra, y cómo oponerse a ellas mediante un trabajo político no-violento.

    Nick era un hombre de acción, aunque pronto descubrí que también era espiritual, al revelarme muy confidencialmente que pertenecía a una orden esotérica de la Tradición de Occidente. Algo perpleja, le pregunté cómo hacía para conciliar su militancia política con la espiritualidad.

Uno puede ser muy espiritual y al mismo tiempo actuar en el mundo, luchar para que el mundo mejore  —fue su respuesta.

  Una vez, riéndome, le pedí que me explicara de dónde sacaba el tiempo para estudiar, teniendo en cuenta que dedicaba a la militancia la mayor parte del día.

—El tiempo es completamente elástico —contestó.

    Pero él mismo se burlaba de su exagerada actividad… Una tarde, mientras caminábamos por Charing Cross, calle colmada de librerías en las que Nick dejaba unos folletos de propaganda política,  me confesó:

—Ya ves, no dejo de trabajar ni cuando salgo con una chica.

    Algunas noches, cuando regresaba temprano, Nick me invitaba a tomar té en su cuarto. Era un cuarto austero, casi monacal, abarrotado de libros, revistas y papeles. Allí reanudábamos nuestros diálogos sesudos e idealistas, y casi nunca tocábamos temas íntimos. Sonia opinaba que Nick me estaba cortejando, aunque yo le aseguraba que no percibía ni el más mínimo gesto de seducción en él.

—Eso es porque es inglés —se reía Sonia, agitando sus rizos—, no te das cuenta cuando te enamoran…,  precisé de dos meses para notar que Timothy estaba apasionado conmigo.

    Sin embargo, pese a la certeza de Sonia, sólo advertía un sentimiento amistoso por parte de Nick. Y mejor que fuese así. El dilema Pau-Maurizio me había dejado sin ganas de nuevas historias. Pero como amigo Nick me encantaba, y conversar con él era siempre instructivo. Como esa noche en su habitación, cuando le conté mis desventuras laborales de las primeras semanas.

—Fue horrible —le dije, bebiendo mi segunda taza de té—,  pero ahora me siento muy bien.  Lo conseguí…, vencí los obstáculos…  y eso me da una gran satisfacción.

—Tú sabes —dijo con una mirada de tácito entendimiento—,  en épocas antiguas, en las Escuelas de Misterios, el aspirante a ser iniciado en los grados esotéricos era sometido a muchas pruebas, duras y difíciles. Si tenía éxito al enfrentarse a ellas, demostraba ser merecedor de esa Iniciación.

   Y con una sonrisa y un guiño recalcó:

—Además, uno siempre sale fortalecido después de esas pruebas.

                                        

10.

 

   Sí,  había vencido las dificultades y estaba contentísima.

   Asistí a muchas conferencias, hice un par de talleres, mi inglés estaba perfeccionándose, y crecía el número de mis amigos. Comencé a informarme de todas las argucias legales necesarias para renovar la visa, que vencería en breve. Mi optimismo era desbordante: estaba segura de poder conseguir seis meses más.

    Entonces sucedió algo terrible…                                             

    Era una mañana de domingo. En el parque había mucha gente paseándose, aunque el sol, pálido y ceniciento, apenas se adivinaba. Favio entregaba una caja tras otra, mientras yo lanzaba al aire las aves planeadoras. Como la cuerda duraba mucho, a veces los pájaros se alejaban bastante y tenía que correr detrás de ellos.

    Cerca del mediodía, un pájaro, luego de volar como un destello de plata contra el cielo, descendió detrás de una arboleda lejana. Tuve que buscarlo un buen rato, hasta que lo encontré al lado de un sendero. Me incliné a recogerlo y al levantarme divisé dos figuras uniformadas que se acercaban. Aunque iban despacio, no tardarían mucho en alcanzar el sitio donde estaba Favio. Quedé sin aire del susto...

 

    No debo correr, porque llamaría la atención de ellos...,  debo caminar lo más natural que pueda. Pero inevitablemente mi paso es acelerado y mi corazón se ha puesto a galopar.

    Favio, rodeado por un compacto grupo de hombres, mujeres y niños, entrega juguetes y cobra; los billetes le asoman por los bolsillos. Atravieso con esfuerzo la barrera humana..., me parece demorar un tiempo eterno hasta que llego junto a él. Sin aliento, nerviosísima, no preciso decirle nada para que entienda que algo sucede. 

—¿Qué pasa? —me pregunta, dejando de atender.

    Apenas logro balbucear “¡la guardia, la guardia!” y señalar con el dedo a su espalda… y ver con absoluto espanto que ya doblaron la esquina y se aproximan.

    Doy media vuelta y me alejo rápidamente, sin mirar hacia atrás. Aún llevo el pájaro en la mano. Lo pliego, mirando hacia los costados, y lo guardo dentro de mi abrigo.

    Me apresuro, confundida entre los paseantes, y después de un tiempo interminable salgo del parque.

    Sólo después de bajar al “underground” me siento fuera de peligro,  pero... ¿y Favio? No sé si habrá podido escapar...

  

11.

 

    Durante el viaje a Notting Hill, donde vivía Jorge, conjeturé respecto a la improbable huída de Favio. Y me di cuenta que yo me había salvado gracias al pajarito, que aún llevaba oculto bajo mi brazo. El juguete había realizado en su vuelo una trayectoria bastante extraña y eso me había permitido ver a los guardianes antes que ellos me vieran a mí. 

  También me di cuenta de nuestra imprudencia. El lugar que habíamos elegido esta mañana para trabajar, por cierto muy concurrido, era peligroso. Al estar próximo a un cruce de caminos, la vigilancia se complicaba. Y además no dejaba mucho margen de tiempo para escapar.

    Jorge me recibió con cara de sueño y se puso a preparar café. Me ofreció un tazón, señalándome una taza rota que servía de azucarero; y escuchó mi relato pestañeando sin tregua.

—Lo tienen que haber agarrado —dijo cuando terminé de contarle—,  porque de haber zafado hubiera venido para aquí igual que vos. Pero por las dudas me voy hasta su casa, es cerca de aquí.

    Esperé a Jorge con malestar. Y no sólo a causa de Favio: su habitación tenía algo repulsivo. Había un olor feo, a basura o pis de gato, colillas y vasos sucios por todos lados,  ropa tirada y montones de diarios viejos.

    Regresó muy alterado.

—En su pieza no está... Llamé a su novia, Lynn, y ella tampoco sabe nada...

    Fuimos de un lado para el otro haciendo averiguaciones…  y finalmente supimos que estaba en un centro de detención, en el aeropuerto de Heathrow.

    Durante varios días anduvimos como enloquecidos, junto a Lynn, la chica inglesa que salía con Favio, y unos colombianos amigos suyos. Recurrimos a un abogado y a una organización no gubernamental de ayuda a inmigrantes, pero no pudimos hacer gran cosa: a las causas de la detención, se agregaba su visa vencida desde mucho tiempo atrás. Favio estaba en Inglaterra ilegalmente y por lo tanto sería deportado a Colombia.

    Nos dejaron verlo antes de la partida. Estaba tristísimo: muchas cosas le eran arrancadas de golpe. Su vida en Londres, sus estudios, sus amigos, Lynn..., todo terminado.

    Miré el avión perderse entre las nubes con el corazón encogido. ¡Pobre Favio!... Y yo me había salvado de milagro... Pero de nuevo se desmoronaba mi estabilidad, tan duramente conseguida.

    Entonces vislumbré, por primera vez, un hecho que comprendería mejor mucho más tarde. Pese a mi porfía, a mi empeño, a mi resolución, Algo o Alguien…, ¿el Universo?..., ¿el Destino?..., ¿Dios?..., se oponía a mis esfuerzos y todo se malograba.


No hay comentarios:

Violeta y el Camino de los 22 Arcanos, casi tres años en este blog

      Cuando publiqué tres de mis novelas en forma de blog, varias personas me aconsejaron que no lo hiciera. Sin embargo, no estoy arrepent...