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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 7 - Los Enamorados

 LOS ENAMORADOS

                        

                            

1.

 

    Durante esos meses de expansión de mis horizontes espirituales, la relación con Pau continuó sosegadamente, sin estremecimientos ni arrebatos, y teniendo a la libertad como principio sagrado. Desde el inicio Pau se había manifestado al respecto: “No quiero imponerte nada, tú eres libre, al igual que yo, y lo que haces cuando no estás conmigo es asunto tuyo”. Esta libertad implicaba, también, ausencia de compromiso: dos personas se unían y la unión duraba lo que durasen sus sentimientos; las promesas eran meras fantasías, productos de la pasión y del instinto cavernícola de poseer al otro.

    No demoré mucho en simpatizar con estas ideas. Era una época de tanta apertura en mi vida que los compromisos podrían haberme asfixiado. Necesitaba espacio para conocerme mejor, para crecer, para evolucionar, para explorar y saber más acerca de todo. La libertad que Pau proponía me permitía todo eso, sin impedir que nuestro cariño se fortaleciera, basado en la sinceridad, la comprensión, el respeto y la confianza mutuos.

    Sin embargo, yo tenía un conflicto secreto, que no me atrevía a contarle aún. Nuestro amor me parecía, a veces, desabrido, como si le faltara algo; y entonces añoraba sentimientos más intensos.

    Un mediodía, mientras esperábamos a unos amigos en la Plaza de la Virgen, sentados sobre el borde de la fuente, se lo confesé: 

—A veces siento que a nuestra relación le falta algo: más vuelo, más pasión...

    Puso una expresión divertida.                                                   

—¡Violeta, eres complicadísima! A menudo me dices que nuestra relación es muy armoniosa...

—Es cierto, pero no estoy hablando de la armonía, sino de la pasión.

—Pues mira, para mí lo que vale es si te sientes bien o no con una persona. A mí no me falta nada cuando estoy contigo... y tú misma repites que conmigo te sientes muy bien.

—Sí, es verdad... 

    Pau me miró sonriente, y después me salpicó con agua. Terminamos jugando y riéndonos, y no hablamos más del tema.

    Pero desde ese momento algo se esclareció: no veíamos ni sentíamos nuestro vínculo de igual manera. Para él estaba bien como estaba, para mí no.

                                                        

2.

 

    El verano se aproximaba. Pau se disponía a partir de gira con su grupo de músicos, a los sitios habituales; y Lupe se iba a Zaragoza, la tierra de Paco, con quien continuaba su apasionado romance. En cuanto a mí: comencé los preparativos para vender jade en la costa.

    Después de muchas averiguaciones, un viaje relámpago a varios lugares turísticos y algunos días de indecisión, opté por Javea, un pequeño pueblo costero en la provincia de Alicante. Allí estaba permitido instalar puestos de venta en un paseo amplio y agradable, junto a la playa. Enseguida fui a Barcelona para comprar la bisutería y una mesa desmontable, livianísima, hecha con varillas de aluminio.

    La despedida con Pau fue una cena tranquila en su casa, un encuentro amoroso aún más tranquilo, y un desearnos “¡mucha suerte y pasarla bien!” el uno al otro.

    A principios de julio Lupe me llevó en su auto, con innumerables paquetes, bolsas, cajas y estuches. Me alojé en un “camping”, donde armé una tienda que había conseguido en préstamo. Y al día siguiente comenzó mi rutina laboral. Montaba la mesa por la mañana y estaba todo el día allí, aprovechando las horas con poca gente para zambullirme en el agua o para comer en alguno de los bares del paseo,  mientras mis compañeros me cuidaban el puesto. Había mucha camaradería entre los vendedores y eso amenizaba la jornada. 

    Todo anticipaba un verano sin sobresaltos: muchas ventas, sol, mar, amigos. Pero la vida me tenía preparada una sorpresa.

 

3.

 

    Una tarde, el sol ya una esfera púrpura sobre el horizonte y el paseo colmado de turistas que caminaban sin prisa, aparecieron varios jóvenes que danzaban al son de flautas y tamboriles. Algunos andaban sobre altos zancos, y todos estaban vestidos graciosamente, con maquillajes de fantasía y máscaras. Se trataba, sin duda, de un grupo de teatro callejero. Había visto muchos en Madrid, representando su espectáculo en sitios concurridos como plazas y paseos.

    Enseguida se formó un círculo de público alrededor de ellos, y en pocos minutos comenzó la representación. Hubo marionetas, acrobacia, malabarismo, payasos. El broche de oro, al final, fue un acto de pantomima. El mimo, enfundado en una malla blanca y negra que lo cubría por entero, me conmovió con su relato mudo: una bella y triste historia de amor. Los aplausos fueron interminables, mientras llenábamos de monedas el sombrero que pasaba uno de los payasos.

    Me parecieron buenísimos, y un rato después me acerqué a ellos, con el deseo de conocerlos. Una de las chicas, en un español imperfecto, me dijo que eran italianos, de Florencia, y que estaban de gira por España. Observé a todos con simpatía. Se habían quitado las máscaras: sus caras eran jóvenes y alegres.

    De pronto, un rostro masculino muy moreno, de rasgos angulosos, se destacó entre los demás. Una mirada vibrante, de color dorado, y una sonrisa arrolladora, me saludaron. Se le notaba la malla blanca y negra bajo la camisa de la India. Se acercó sin titubeos…, sus ojos sin desviarse de los míos ni un instante. Y al verlo aproximarse, sentí cierta conmoción interna.

—¡Hola! Me llamo Maurizio. ¿Te ha gustado nuestro espectáculo?

—Sí, muchísimo, sobre todo el tuyo.

—¡Ah!, me da placer que te haya gustado.

    Su español era casi correcto, y su sonrisa, un blanco centelleo.

—¿Ustedes son de Florencia, no?

—Bueno, yo he nacido en Calabria, mas hace años que habito en Florencia.

—¿Y trabajas todo el año en esto?  

—¡Ah, no!, esto es sólo para las vacaciones. Nos gusta... Así paseamos, conocemos gente, mostramos lo que hacemos, y con el dinero que nos dan cubrimos los gastos.

    Mientras charlábamos, Maurizio me miraba de un modo tan intenso que me turbé. Y enmudecí... Nos miramos en silencio hasta que preguntó:

—Y tú, ¿cómo te llamas?

    Logré balbucear mi nombre.

—Dime Violeta, ¿te gustaría ir a un bar a beber alguna cosa?

—Sí, pero más tarde, ahora estoy trabajando —contesté señalándole mi puesto, abandonado a unos metros de donde estábamos.

—¡Ah, qué bello!  Muéstrame qué vendes...

    Fuimos hasta mi mesa. Maurizio miró y tocó la bisutería, hizo comentarios. Luego, acariciándome con sus ojos, susurró:

—Me gusta lo que vendes, pero más me gustas tú.

    Sentí que me ruborizaba, y me puse a ordenar las gargantillas. Aunque no tenía ganas de atender, traté de contestar a una señora que preguntaba precios. Mi mente no funcionaba, mi corazón latía velozmente, mis manos estaban húmedas. Maurizio acarició mi nuca y se alejó, diciendo que volvía enseguida.

    Y durante un par de horas fue y vino muchas veces, mientras yo intentaba vender. “¡Qué fuerte es esto!, ¿qué me pasa?, si recién lo conozco” pensaba, con su mirada meciéndose en el aire por delante de los collares y las pulseras.

    (¿Esto cuánto cuesta? Seiscientas pesetas) “Está hablando con la chica que vende camisetas, ¿sobre qué hablarán?” (¿Puedo probármelo? Sí, aquí tiene el espejo) “Ya se va... Se mete en el bar...” (Me lo llevo. ¿Se lo pongo en una bolsita?)  “Ahí sale de nuevo. ¡Ay, qué hombre tan fascinante!”

                                                                                 

4.

 

    Estuve pendiente de Maurizio y de sus idas y venidas hasta la medianoche, cuando apareció con un bolso y me dijo que tenía tres días libres: su grupo se iba a Benidorm y él deseaba disfrutar un poco más de Javea. Me sugirió desarmar el puesto, y él mismo comenzó a recoger unas gargantillas.

    Después me ayudó a llevar las cosas hasta la tienda; y me esperó tomando un aperitivo en el pequeño bar del “camping”, mientras yo me duchaba, me acicalaba, y me ponía el vestido turquesa, ese que a Pau le gustaba tanto. Cuando estuve lista regresamos al paseo y nos sentamos en uno de los restaurantes, en una mesita algo apartada.

    Durante la cena Maurizio me contó un poco sobre su vida: tenía treinta y seis años, era soltero, trabajaba en la compra y venta de antigüedades, y todo su tiempo libre lo dedicaba al teatro y a la fotografía.

    Yo dejé casi toda la comida en el plato: no tenía nada de hambre. Sólo deseaba contemplarlo... Y él me encandilaba, con su mirada, con su sonrisa, con cada uno de sus gestos. Hasta me regaló flores, cuando pasó una niña con una canastita ofreciéndolas.

    También lo que decía me encandilaba…

—Cuando te vi hoy supe que ya te conocía..., de otra vida, ¿verdad? Y acarició ligeramente mi mejilla, que sentí ardiendo bajo su mano.

—No sé si creo en la reencarnación, tengo todavía mis dudas al respecto...

—Yo sí creo, y estoy seguro que ésta no es la primera vez que nos conocemos.

    Y Maurizio levantó su copa y brindó:

 —¡Por nosotros, por nuestro reencuentro!

    Más tarde me pidió que le mostrara el puerto, y fuimos hasta la bahía donde anclan los yates. Durante el paseo, Maurizio me contó cómo era Florencia.

—Deberías venir a visitarme..., habito a dos pasos del centro histórico, es un lugar bellísimo.

—Puede ser..., me gustaría conocer Italia.

    Y más tarde aun, de nuevo en el paseo, me invitó a caminar por la playa...

 

    Me quito las sandalias... La arena mordisquea suavemente mis pies... No hay luna. Está muy oscuro, aunque llega un leve resplandor de los faroles que me permite distinguir el perfil de Maurizio. Andamos casi en silencio... De vez en cuando nos cruzamos con un par de sombras abrazadas...

   Al cabo de un rato, Maurizio me toma de la mano y me lleva hacia un costado. En la oscuridad puedo adivinar un pequeño refugio entre las dunas. Saca una toalla de su bolso, la extiende, y con una graciosa reverencia me invita a sentarme. Luego enciende, con dificultad, un cigarrillo.

    Permanecemos un tiempo así, oyendo el rumor del mar y de la brisa... Siento su mirada tocándome en la oscuridad... Después, acercando su rostro al mío, sopla en mis labios.                                                   

—Déjame quitarte unos granitos de arena...

    Y ahora se recuesta, la cabeza sobre un brazo... Su mano libre se apoya en mi hombro...,  lo acaricia...,  juega con mi pelo...,  aprieta mi nuca... y me atrae hacia él...

    Desciendo hacia su pecho, hacia su boca, que me recibe ardiente, abrasadora…

 

    El tiempo se ha detenido.

    Nada existe fuera de nosotros y este momento.

    Maurizio y yo,

    el mar y sus sonidos...

    Sus brazos me envuelven, me aferran…

    Sus manos me exploran...

    Rodamos sobre la arena como olas furiosas...

    Su aliento sabe a sal,

    su cuerpo a fuego...                

 

5.

                                                           

    Durante tres días con sus noches me olvidé de todo lo que no fuera Maurizio. Me permití yo también unas vacaciones. Y tuve toda la intensidad y la pasión que había deseado. Casi no dormí: hacíamos el amor a todas horas. Sólo dejábamos la tienda para mirar el cielo, o para darnos un rápido baño en el mar y comer algo, no demasiado.

    Pero los tres días pasaron velozmente, como si fueran un sueño…

    Cuando Maurizio se marchó, sentí que me desgarraba. Lo extrañé constantemente. De noche, semidormida, estiraba mi brazo buscándolo. De día, sentada en mi puesto, alucinaba con él: me parecía verlo, acercándose por el paseo. Y me imaginaba besándolo y abrazándolo, mientras él me decía: “volví porque no soportaba lejos de ti”. Y ciertos recuerdos irrumpían una y otra vez, en ráfagas que me hacían temblar,  como el de su rostro mirándome y sonriéndome la primera vez que lo vi, o aquel momento en la playa, cuando sopló la arena de mis labios. Incluso tuve fantasías de abandonar todo y partir a encontrarlo, dondequiera que se hallase.

    Pero ni él regresó ni yo fui a buscarlo... De a poco me fui calmando, me fui habituando a su ausencia... Y pude, nuevamente, disfrutar de la rutina de sol, mar y trabajo.

 

6.

 

    Una mañana creí alucinar otra vez, aunque no con Maurizio. Una figura inconfundible se aproximaba por el paseo: la cabeza ligeramente inclinada, el mechón castaño sobre la frente, el paso lento y leve, como pisando apenas… ¡Pau! 

    Su gira había concluido antes de tiempo, al enfermarse un miembro del grupo; me había echado de menos (¡ay, y yo con otro!); se quedaría conmigo hasta el fin del verano y me ayudaría a vender.

    Al principio me sentí rarísima. Sobre todo lo sintió mi cuerpo: era como si mi cuerpo extrañara a Maurizio al hacer el amor con Pau. En la confrontación Pau perdía: mis encuentros amorosos con él eran insulsos, anodinos, comparados con la exaltación, la fogosidad, que tenían los encuentros con Maurizio. Hasta experimenté rechazo un par de veces, anhelando que esos brazos fueran los otros, más morenos, o que esa boca besara de otro modo.

    Pero el tiempo, de nuevo, fortaleció al olvido. El recuerdo de Maurizio fue atenuándose y Pau fue recuperando su primacía.

   En septiembre disminuyeron los turistas y éstos eran en su mayoría gente de más edad, que miraba mucho y compraba poco. Decidí armar el puesto a partir del crepúsculo, para aprovechar mejor los últimos días.

   Y compartir lo cotidiano con Pau resultó fácil y agradable: jamás un conflicto. Paseábamos, conversábamos, y gozábamos como niños de la playa, del agua y de los placeres simples del verano.

    Entonces confirmé que también me sentía feliz con Pau, pese a la mayor serenidad, a los menores estremecimientos. Y esto me causaba perplejidad… ¿Es posible querer a dos hombres al mismo tiempo?

    No le había revelado aún lo sucedido, no me atrevía, hasta que una mañana desperté resuelta y le conté todo, aunque omitiendo detalles que pudieran herirlo. Me escuchó sin interrumpirme, mientras hacía y deshacía nudos en un pañuelo. Y siguió anudando el pañuelo por largo rato, después que terminé mi confesión. Luego me miró de un modo indefinible y me abrazó suavemente.

—No me importa —dijo con voz apagada—, las cosas continúan igual entre nosotros.

    Muy aliviada, me fui a lavar ropa, contenta de que hubiera sido tan fácil.

    Pero no lo era… Al volver a la tienda encontré a Pau temblando, con los ojos llenos de lágrimas, e intentando en vano sacar algún sonido coherente de su clarinete.

—¡Pau!, mirame, ¿no me dijiste que...?                                                 

—¡Sí, sí, ya lo sé!, está todo bien, no te reprocho nada..., pero no puedo evitar sentir lo que siento...

—¿Y qué sientes?

—¡Celos, mujer, celos!... ¡Hostia, esto es muy desagradable!... Me voy a dar un paseo, a ver si me aclaro...

    Se fue y no apareció en todo el día. Y yo me inquieté, y hasta tuve un poco de culpa. Sin embargo, cuando regresó, casi a medianoche, estaba tranquilo.

—Ya estoy bien, ya pasó —me dijo abrazándome—. Y he compuesto una melodía preciosa, ya verás qué bonita que es.

  

7. 

 

    A mediados de septiembre me reencontré con mi cuarto, con mis libros, con mis amigos, y con el otoño valenciano, soleado y apacible. 

   Todo pareció volver a la normalidad, hasta que recibí la primer llamada telefónica desde Italia. Y Maurizio, cuyo recuerdo había ido debilitándose, coexistió nuevamente con Pau en mis sentimientos. Sus llamadas, en las que reiteradamente me proponía que lo visitara, se sucedieron casi a diario, sumiéndome en un estado de indecisión y dudas como nunca antes padeciera en mi vida.

   Quería a Pau y deseaba continuar la relación con él, pero también deseaba, apasionadamente, reanudar la historia con Maurizio. Mi temor era que si iba a Italia todo acabase con Pau, aunque si no iba podría significar el adiós definitivo a Maurizio. Tenía que elegir…  y era una elección muy difícil.

  No me animé a contarle a Pau que Maurizio me llamaba, hasta que un día lo descubrió. Estábamos en la cocina de mi casa. Yo preparaba la comida para todos y Pau me ayudaba cortando verduras, cuando sonó el teléfono en el vestíbulo. Adriana fue corriendo a responder. 

—¡Violeta!, es Mauricio —anunció, asomando su carita inocente. 

  Salí nerviosísima de la cocina, cuya amplia puerta estaba completamente abierta. El teléfono estaba sobre un mueble que tenía un gran espejo y éste reflejaba a la mesa de la cocina, junto a la cual estaba Pau sentado. 

   “Hola, sí..., bien..., bien..., yo también..., no lo sé todavía..., bueno...”

    Mientras hablaba con Maurizio veía a Pau reflejado en el espejo. Su rostro expresaba disgusto. Estaba pendiente de mis palabras y de mis gestos, ya que, obviamente, él también me veía. Intenté disimular, pero ¿cómo ocultar nuestras emociones delante de alguien que nos conoce íntimamente? 

   Cuando entré en la cocina, Pau, muy pálido, miraba un punto fijo en el suelo. Enseguida se levantó y con voz apenas audible dijo:

—Me marcho, no me apetece hoy estar contigo. 

   Y se fue, sin darme tiempo a decir nada.

   Desapareció por varios días, y me preocupé: Pau estaba sufriendo por mi culpa. Eso me causaba remordimientos,  y a la vez estaba algo enojada con él. ¿Por qué, si éramos libres, me arrojaba su malestar a la cara?

                                                           

8.

 

    Durante esos días, ¡qué curiosa coincidencia!, encontré en un libro que me prestaron un fragmento acerca del “libre albedrío”. Explicaba que si bien hay muchísimas circunstancias que influyen y condicionan nuestras decisiones, siempre nos queda un espacio de libre albedrío, un margen de libertad que permite la elección. Y al elegir entre distintas posibilidades, elegimos distintos futuros para nuestra vida.

    Sentí vértigo: ¿Pau?... ¿Maurizio?... Imaginé futuros alternativos según cual de los dos escogiera… Imaginé todas las derivaciones que una u otra opción entrañaba. Asombradísima, comprendí las infinitas consecuencias de cada una de nuestras elecciones,  y la importancia de elegir con lucidez.

    Seguir con ambos me parecía contrario a la Ley Moral: yo también hubiera tenido celos de haber estado en el lugar de Pau. Sin embargo... Una semana después Pau reapareció, muy cariñoso, y pidiéndome que lo disculpara. Dialogamos con más profundidad y honestidad que nunca. Le confesé mi deseo de viajar a Italia y el consiguiente dilema. El reiteró que seguía aceptando todo.

—Ya sé que ese tío me enfada y ya sé que tengo celos —admitió—, pero continúo pensando que somos libres. Tú puedes hacer lo que te apetezca, y si eso me pone mal es asunto mío, no debes preocuparte por ello.

    Lo abracé conmovida, sintiendo que era un ser maravilloso y que lo quería muchísimo.

                                                

9.

     

    Conversar con Pau me ayudó a decidir: la relación con él no estaba amenazada. Podría ir a Italia con tranquilidad, y así saber si la historia con Maurizio había sido solamente un arrebato fugaz de verano o si era más que eso.

    En los últimos días Maurizio había espaciado sus llamadas, así que fui yo la que telefoneó esta vez, anunciándole que iría. Su réplica me desconcertó: estaba invitado a un festival de teatro en Milán y, como yo comprendería, mi viaje iba a complicar las cosas,  mejor que esperara un mes.

    Yo comprendía, claro, pero me enojé. Tanta insistencia en que fuera, tantas dudas en mí, y cuando al fin estaba decidida, ¡él me frenaba!

    Me sumí en una nueva y aún mayor incertidumbre, en una desagradable perplejidad. No se trataba de la espera, sino de otra cosa, inasible, impalpable, que había percibido en su voz, en sus palabras, y que no me gustaba, aunque no entendía bien por qué. Ya no estuve tan segura de querer encontrarlo; ya no supe, ¡otra vez!, lo que deseaba.

    Una noche, a oscuras e insomne en la cama, me acordé de María de Ouro: ¡cómo hubiera querido consultarla! Impulsivamente, prendí la luz del velador y saqué del cajón de la mesita el mazo de Tarot. Aunque lo había estudiado bastante, nunca me había animado a usarlo. Y allí estaba, con sus dibujos y sus colores mágicos... Quizá me daría el consejo que necesitaba.

 

10.

 

    Lo primero que las cartas me mostraron fue que no se trataba de optar, o no, por Maurizio, sino de escoger el rumbo más adecuado para mí, para mi vida, para mi búsqueda y mis aprendizajes.

    “Debes poner la búsqueda de la Verdad en el primer lugar” me había recomendado Vidya-das. ¿Acaso lo estaba haciendo? ¿Era buscar la Verdad volverme loca por culpa de las historias amorosas? 

    Como casi todas las mujeres, seguía poniendo en primer lugar a los sentimientos y a ¡ellos!, los hombres. Me disgustó darme cuenta de esto. Anhelaba liberarme, basar mi vida en algo más elevado..., pero entendí que esta contradicción entre mis aspiraciones y mi naturaleza no sería fácil de resolver.

    Hice muchas preguntas al Tarot esa noche y el diálogo con las cartas fue decisivo.

   Comprendí que debía continuar mi camino a solas. No sólo evitar a Maurizio, sino también alejarme de Pau; así podría ver lo sucedido con más perspectiva. 

   Tenía que irme de viaje, pero ¿adónde? Si ponía la búsqueda de la Verdad en primer lugar, la elección sería entre las Alpujarras, donde estaba Vidya-das, o algún sitio nuevo que me permitiera conocer otras enseñanzas.

    Y había un lugar que me interesaba desde mucho tiempo atrás: una ciudad que, según me habían contado amigos viajeros, albergaba todos los grupos y Tradiciones esotéricas y espirituales de Oriente y Occidente; una ciudad a la que acudían los más insignes maestros para dar conferencias y conducir retiros...

    La madrugada me encontró despierta. El cielo clareaba en mi ventana, diáfano, sin nubes, y también en mí asomaba la claridad… 

   ¿Y si me voy a Londres?

 


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