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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 9 - La Fuerza

 LA FUERZA

 

 

1.

 

    Después de la partida de Favio me sentí desmoralizada, sin energía, incapaz de continuar peleando. No quería irme de Inglaterra, pero los trabajos del principio me causaban horror.

    Entonces apareció Jorge por casa. Casi todos sus vendedores, atemorizados, habían renunciado, y él se había puesto a vender de nuevo, hasta conseguir otros. No estaba intimidado: tenía residencia legal, la prisión no lo asustaba, y si lo expulsaban de Inglaterra se iría a otro país. Me pidió que lo ayudara:

—Vos te escondés, vigilás y punto. En caso de peligro hacés sonar este silbato.  

    Y se puso a soplar un pequeño silbato, del que salía un sonido desagradable y chillón.

—No hay riesgo para vos —me aseguró—,  pero vas a ganar menos.

    Durante un buen rato me negué, y él insistió, prometiéndome que trabajaríamos en otro parque, en el Regent´s Park, que además estaba cerca de mi casa. Finalmente le dije que sí: cualquier cosa me parecía mejor que hoteles y restaurantes.

    Comenzamos esa misma tarde, y desde el primer instante supe que me iba a resultar muy difícil. Quizás Jorge tenía razón y no había ningún riesgo, así oculta detrás de un arbusto, pero estuve todo el tiempo inquieta y temerosa.

    Cada mañana salía, sin ganas, rumbo al parque y al regresar, apenas tres o cuatro horas después, había en mí tanta fatiga y decaimiento, que sólo quería meterme en la cama y dormir.                                         

    Sonia me aconsejó abandonar ese trabajo, intuyendo que yo estaba soportando una tremenda tensión y que por eso me sentía sin fuerzas. Y todas las noches me dormía pensando “voy a decirle que no quiero seguir”. Pero al día siguiente, al encontrar su mirada torva detrás de los guiños compulsivos, no podía decir nada, como si Jorge, de algún modo, me anulara.

    Y seguía... Y también seguía mi ánimo por el suelo... y mi salud también. Estaba resfriada, con dolores de cabeza continuos, tomando una aspirina tras otra… Cada día más débil, miedosa e impotente.

 

2.

 

    Hay un dicho popular: “Las desgracias nunca vienen solas”, y por esos días pude comprobar su veracidad. Sonia, mi amiga más íntima, se mudó con Timothy a un pequeño departamento en otro barrio, y para colmo de males, ocupó su cuarto una chica por quien sentí, desde el primer momento, una fuerte antipatía.

    Fionna era una pelirroja alta y fortachona, de voz estentórea, modales bruscos y una actitud arrogante y agresiva, casi salvaje. Cuando coincidíamos en la cocina, terminábamos siempre discutiendo: Fionna necesitaba todas las hornillas o precisamente esa cacerola que yo había ocupado con mis verduras; o se quejaba, mirándome significativamente, de que le faltaba una lata de porotos o de que su aderezo para ensalada había sido usado por “alguien”.

    Llegó a resultarme tan irritante, que le pedí a Nick que interviniera. Había estado viéndolo muy poco últimamente: después de rehusarme dos veces a seguirlo en sus correrías, no había vuelto a invitarme. Y era mejor así: ya no me gustaba salir como antes. El único sitio seguro y protector en todo Londres era mi cuarto.

—Creo que el problema es contigo —declaró Nick, mirándome con simpatía—  porque con los demás de la casa se lleva bien. De todos modos, hablaré con ella.

    Unos días después, por la noche, Nick llamó a mi puerta. Era temprano aún, pero ya estaba acostada: me refugiaba en largas horas de sueño para no pensar. Al verme en salto de cama no quiso entrar y me contó brevemente lo conversado con Fionna. Ella le había dicho que yo la trataba con hostilidad, que le hablaba de mal modo, que siempre quería discutir... Evidentemente, ambas sentíamos lo mismo. 

                                                           

3.

 

    Estábamos una fría mañana en el área norte del parque, cerca del zoológico: Jorge vendiendo y yo sentada sobre el césped, junto al camino. De pronto divisé, a lo lejos, una figura que se acercaba lentamente. No la veía bien debido a la neblina, pero el uniforme era inconfundible. Aterrorizada, traté de soplar en el silbato, y advertí con pánico que no salía del mismo sonido alguno. 

    Me pareció protagonizar una película en cámara lenta… Jorge seguía lanzando pájaros al aire y atendiendo a la gente, ignorante de todo. Y yo insistía en soplar el silbato, que continuaba mudo, mientras iba retrocediendo, apartándome del camino, para terminar escondida tras unos frondosos arbustos.

    Allí, finalmente, conseguí emitir un par de estridentes silbidos. Alcancé a ver a Jorge que salía corriendo con el bolso, mientras yo me alejaba velozmente por un sendero transversal. Salí del parque y caminé un poco, hasta tranquilizarme; después viajé hasta Notting Hill.

    Jorge ya había llegado y me recibió a los gritos.

—¡Pedazo de imbécil!... ¡Por poco me agarran!... ¿Por qué no me avisaste antes?

   Le expliqué lo ocurrido… y replicó con más insultos. Pero después dijo que,  pese a mi torpeza, me esperaría al día siguiente en el Hyde Park. Habían pasado ya unas semanas desde lo de Favio, no había peligro en regresar.

    Salí de su casa en un estado anímico lamentable y anduve a la deriva, en medio de la bruma, por las calles de Notting Hill. Sentía enojo contra todo y contra todos: Jorge, Fionna,  los pájaros, las leyes inglesas, Nick que nunca estaba en casa,  Sonia que ahora vivía lejos. Y tenía miedo de todo y de todos: de Jorge, de los vigilantes, de las dificultades para vivir en Londres,  del mundo… hostil y peligroso.

    Caminé durante largo tiempo… La niebla esfumaba la ciudad en sombras grises, y yo era una sombra más, gris y helada. “¡No puedo más! pensaba, ¡necesito ayuda!”

    Entonces comenzó a llover. No tenía paraguas y miré hacia todos lados en busca de un refugio. A pocos pasos, en una esquina, roja e invitadora, se alzaba una cabina telefónica desocupada. Corrí y me metí adentro.

  

4.

 

    Me sentí bien en ese pequeño espacio, separada del mundo por una cortina de agua... Y ese teléfono... era una tentación.

    Saqué del bolso mi libretita. ¿Pau?... ¿Lupe?... ¡María de Ouro! Aunque no me había comunicado más con ella, la recordaba a menudo.

    Me saludó  muy cariñosamente, y escuchó mi relato deshilvanado por los sollozos y balbuceos. Con su cálida voz me tranquilizó y me dio energía, a más de mil kilómetros de distancia.

—Renuncia a ese trabajo y aléjate de ese chico... ¿Es que ya no tienes dinero?... Pues entonces deja de preocuparte. Hoy mismo vas y le dices que no continúas con ello.

    Después me transmitió unas sencillas instrucciones, unas técnicas de protección energética, diciéndome que las practicara dos veces al día. Y luego me dio un consejo que me desconcertó:

—También tienes que rezar, pidiendo ayuda y protección...

—¡Ay, María!, no sé si podré hacerlo, nunca recé...

—¿Es que de niña no decías tus oraciones antes de irte a la cama?

—No...  Mis padres no son religiosos, nunca me hicieron rezar. 

    María quedó en silencio por algunos segundos.

—Pues... le voy a pedir a Dios que te conduzca a la Oración.

    Me despedí de ella agradecida y aliviada, aunque perpleja. Me había gustado sentarme en la quietud de una iglesia, aquellos días en Compostela, pero ¿rezar?... ¿Pedir protección?... ¿A quién?... Estaba buscando la Verdad, el Conocimiento,  pero no creía en la existencia de un Dios que pudiera ayudarme.

    Entonces…  ¿A quién iría dirigida mi plegaria?

  

5.

 

    La lluvia había cesado y una luminosidad tímida y crepuscular me acompañó durante el camino de regreso a lo de Jorge.

    Cuando le dije con gran firmeza  que no contara más conmigo, a diferencia de otras veces no insistió  y me pagó en ese mismo momento unas libras que me debía.

    Al llegar a casa me dediqué con ahínco a practicar las técnicas de protección energética. Y las seguí practicando los días siguientes… 

    Tomé baños rituales para limpiar mi aura. Llené mi habitación de vasos con agua, velas y sahumerios. Hice toda clase de visualizaciones. Al encontrarme con Fionna me cubría con una pirámide hecha de cristal diamantino,  o erigía una barrera de acero entre ella y yo. Imaginé burbujas doradas y violetas que envolvían mi cuarto y mis objetos; flores que absorbían la negatividad; lluvias de colores que me purificaban; raíces en mis pies que sacaban energía de la tierra; antenas en mi cabeza que recibían energía del sol.

    En pocos días me sentí algo mejor. Sin embargo..., el miedo seguía perturbándome. Era un temor indefinido, impreciso, ya no a alguien o algo en particular, pero que me acechaba como una sombra, oscuro y amenazador. Y pese a todas las técnicas, no conseguía liberarme de ese nefasto sentimiento.

    Aunque deseaba llamar de nuevo a María, no lo hice: hubiera sido un abuso. Y además, no había seguido todos sus consejos: continuaba sin poder orar.

 

6.

 

    Una tarde, a mediados de mayo, salí a pasear sin rumbo fijo. Era un día de sol resplandeciente, lo cual en Londres es siempre un acontecimiento: las calles se colman de gente que pasea y la ciudad parece sonreír.

    Deambulando por viejos senderos, al norte del Támesis, me topé con una iglesia muy antigua, de grandes ventanas ojivales y gruesos muros. Oí unos cánticos… y supuse que eran parte de la misa vespertina. Casi sin darme cuenta me fui acercando al portal, atraída quizás por la dulzura de esos cánticos... Cuando cesaron entré en la iglesia y me ubiqué en uno de los últimos bancos...

 


    ¡Es tan acogedor estar aquí!..., con la luz del sol entretejiéndose mágicamente de un vitral a otro...

    Ahora, el pastor que oficia empieza su sermón detrás del púlpito. No estoy demasiado atenta: su prédica me llega como una letanía distante.

    Por algún tiempo, permanezco absorta en la luz crepuscular y en su reflejo sobre las imágenes...

    De pronto, la voz del Pastor se vuelve más nítida y cercana, hasta que con mucha claridad escucho: 


                  ¿Qué es la Oración?


    Sobresaltada, pongo toda mi atención en sus palabras:

                 En la Oración te unes a la Fuente de toda vida.

                 Y al unirte recibes su Fuerza, su Poder,

                 para enfrentarte a lo que sea.

 

    Me parece experimentar un milagro, como si sus palabras fueran para mí sola.

 

                  No ves, ni oyes, ni sientes a Dios,

                 cuando lo buscas afuera. 

                  Allí no lo hallarás,                                                                  

                  si antes no lo hallas en tu interior...

                 Busca a Dios en la profundidad de tu alma. 

                 Encuentra a Dios dentro de ti.

                 ¡Que la plegaria sea tu único refugio!

 

    Todos se ponen de pie y cantan sus oraciones...

    Yo también, agradecida, canto con ellos... Abro con fervor mi corazón a esta Fuerza que me habló. Y rezo...,  a mi modo..., con mis palabras. La plegaria brota de mis labios con devoción...,  con reverencia...,  con alegría.

    Cuando el oficio acaba ya es de noche. Salgo de la iglesia y camino por calles oscuras, pero amistosas.

    Todo el temor ha desaparecido. En su lugar, una calma muy dulce, un bienestar muy apacible. Y un sentimiento inefable, hasta hoy ignorado, de conexión con Algo más vasto, me ocupa por entero.

  

7.

 

    A la mañana siguiente desperté con una certeza: aunque había recobrado la fuerza y el valor, no tenía más sentido continuar peleando para quedarme en Londres. Había estado bien hasta aquí, pese a las dificultades, pero era hora de irme.

    En pocos días más estuve lista para viajar. Sonia me hizo una cena de despedida, y prometió venir a visitarme. Y yo hice una cena para los de mi casa  y la invité a Fionna, pidiéndole disculpas por mi hostilidad de esas semanas y lamentando que mi partida no nos diera tiempo para conocernos mejor. Aceptó contenta y sorprendida,  y nuestra reconciliación dio motivo a Nick para graciosos comentarios irónicos.

    Y así, en paz y con coraje, partí en tren rumbo a Dover, para tomar el “ferry” que me devolvería al continente.

 


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