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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 20 - El Sol

 EL SOL

 

 

 

1. 

 

    Llegó la primavera, los árboles florecieron y las calles de Valencia se poblaron de aromas nuevos y de voces de niños y de pájaros.

    Yo también me sentí florecer; y abandonaba más a menudo mi nido-ático para volar hacia las calles, hacia el encuentro con los amigos, con la primavera, con la vida.

    Estaban los compañeros de antes, pero hubo muchos nuevos, que fueron también desde el principio amigos del alma, de esos que habitan en nuestro corazón,  y para siempre, aunque el tiempo y la distancia nos separen.

 

 

2. 

 

    Solía tocar el timbre con insistencia y a horas tempranas. Al abrirle se precipitaba adentro: su oscura cabellera enredada; su rostro, de piel morena, brillante de entusiasmo; sus ojos moros, chispeando; el cuerpo y la cabeza en un gesto desafiante. ¡Rosa!

    La había conocido en el instituto de yoga, un día que vino como suplente del instructor habitual. Al terminar la clase me acerqué a conversar con ella, y tuvimos una conexión inmediata, un sentimiento de amistad súbito. 

   Y rápidamente nos hicimos íntimas...

—¡Nana, tengo que organizar una movida!, ¿me acompañas? —exclamaba, mientras yo, desperezándome, comenzaba a preparar el café.

    Nunca le decía que no; y me vestía en un santiamén, e igualita a ella: camiseta, vaqueros, chaqueta, y el casco reglamentario que había traído para mí.  

   Descendíamos la escalera a los saltos; Rosa siempre al frente. Y nos subíamos en su moto de quinientas cilindradas. Y partíamos a toda velocidad...

    Sus “movidas” eran diferentes iniciativas, todas altruistas, desde enseñar yoga en cárceles y correccionales hasta organizar algún reclamo con los vecinos de un barrio. En Rosa la acción estaba unida con la espiritualidad y sus ideales casi siempre se materializaban.

    A veces la visitaba en su piso, algo exótico y lleno de objetos de la India, como alfombras y estatuillas de bronce. Rosa había estado en la India varias veces, aprendiendo de su maestro, un hindú muy anciano y bastante famoso.

    Durante mis visitas tenía que seguirla de un sitio a otro de la casa, mientras ella preparaba un té, buscaba unos papeles, contestaba el teléfono, se sentaba a escucharme y se levantaba de nuevo, una y otra vez, contándome al mismo tiempo sus últimas peripecias.

    Como Don Quijote, estaba siempre “desfaciendo entuertos”, sólo que ella lo conseguía: sus proyectos salían adelante.

 

 

3.

 

    A José lo conocía desde muchos años atrás, pero nunca habíamos intimado, hasta que una tarde nos encontramos en una librería, ambos curioseando en la misma sección. Estuvimos un buen rato dedicados a filosofar, y se dio una comunicación tan linda que nos despedimos con la mutua promesa de visitarnos.

    Aunque José era un excelente astrólogo, subsistía gracias a un empleo público, en un ayuntamiento pueblerino cerca de Valencia. Y aunque soñaba con dejar su empleo y vivir de la astrología, siempre aclaraba que para eso faltaba un tiempo:

—Cuando se den esos buenos aspectos de Plutón a mis planetas en las casas de tierra  —decía, los ojos relucientes detrás de las gafas redonditas (como las de John Lennon)—. ¡Ahí ya verás cuantos cambios, ji, ji!

    Y se reía como un duende, agitando su larga y espesa barba.

    Mientras tanto destinaba sus horas libres, que se alargaban hasta el límite del agotamiento, a leer e investigar sobre astrología y sobre otros temas que también  lo apasionaban, como la historia de los Cátaros y la de Jesús junto a los Esenios.

    Además era poeta, aunque no le gustaba admitirlo, diciendo que su poesía era muy mala y que escribía porque le hacía bien.

—Tú déjame de terapias —replicó en una ocasión, cuando le comentaba el entusiasmo de algunos amigos por ciertas terapias nuevas—,  mi mejor terapia es escribir poemas e irme al monte unos días.

    Se iba al monte a menudo, llevando una pequeña tienda, dos o tres kilos de arroz integral y algunos libros. Y regresaba trayendo muchas plantas silvestres y un montón de ideas nuevas.

    José no tenía novia, era un poco monje, aunque nada ascético para placeres como la comida y la bebida. Y aseguraba que seguiría soltero por muchos años, tal vez para siempre, porque temía que una pareja (y por lo tanto una familia) le impidieran realizar “su tarea”, aquello que daba más sentido a su vida.

    Solía visitarme los sábados al mediodía, vestido con su sempiterno chaleco y su boina desteñida, con la cual tapaba una calvicie incipiente.

    Siempre se quedaba a comer, y de sobremesa nos sumergíamos en profundísimas elucubraciones. José había sido iniciado en una Tradición esotérica occidental y nuestros caminos, aunque en apariencia disímiles, coincidían en aspectos fundamentales.

 

 

4. 

 

    La primavera también trajo la solución para mi conflictivo tema laboral.

    Ya no me divertía confeccionar muñecos, pero los muñecos se vendían bien. Así que, asesorada por Amparo, me convertí en empresaria. Mandaba cortar y coser las telas a una señora vecina; rellenar los muñecos y dar los toques finales, a otra. Por mi parte, me dediqué a conseguir más clientes, no sólo en Valencia sino también en algunos pueblos de la región. Y tuve gran éxito.

    Según Amparo, era demasiado generosa como empresaria: mis empleadas ganaban casi tanto dinero como yo. Pero esto me parecía justo. Incluso así ganaba lo suficiente, con mucho más tiempo libre que antes y con la perspectiva de un verano más tranquilo que todos los anteriores.

 

 

5. 

 

    Entre mis amigos nuevos estaba Tao…

    A sus padres, Ana y Vicente, ambos médicos, los había frecuentado años atrás en la casa de Lupe. Luego dejamos de vernos, y supe que habían tenido un niño.

    Ana me visitó una tarde para pedirme un Tarot. Estaba pasando por un mal momento con Vicente, casi al borde de la separación. Nos comunicamos muy bien y me invitó a ir algún domingo a su casa, lo cual hice casi enseguida.

    Vivían en un piso muy alegre, con una gran terraza y un sol que se metía por todos los rincones. Y apenas llegué, Ana me condujo a un cuarto pintado de amarillo, lleno de juguetes desparramados en armónico desorden. Allí me encontré con un pequeño de rizos rubios, rostro de querubín y mirada de sabio, quien al verme dejó de pintar y se presentó diciendo:

—¡Hola!..., yo soy Tao..., ¿tú quién eres?

    Lo adoré desde el primer momento. Tao poseía una lucidez asombrosa para sus cinco años, la cual me dejaba siempre boquiabierta. A fin de verlo más a menudo, me ofrecí para cuidarlo alguna que otra vez, mientras sus padres salían. Eso me permitió compartir su mundo. Le gustaba jugar a los extraterrestres y a los viajes espaciales, o hacer sesudas indagaciones que me dejaban pasmada.

    Como esa tarde, mientras tomaba su leche con chocolate:

—Las personas no se aman unas a otras, pues si se amaran no habría guerras en el mundo..., ¿verdad? —dijo con expresión muy seria, de niño filósofo.

    Me quedé muda, mirándolo... ¿Sería Tao la reencarnación de algún sabio o maestro espiritual?  ¿Vendría, quizás, de un planeta más evolucionado?

    Tao no esperó mi respuesta. Después de ensimismarse unos segundos afirmó, con la absoluta certeza del que ha comprendido algo:

—¡Si las personas se amaran más, serían más felices!

    Una noche, después de darle la cena, mirábamos las estrellas sentados en la terraza, y Tao me preguntó:

—¿Cómo crees tú que son los planetas buenos y los planetas malos?

—¡Ay, Tao, me hacés cada pregunta!

    Me esforcé para encontrar una respuesta, y en ese brete estaba, cuando él, con gran seguridad, declaró:

—¡En los planetas buenos no hay guerras!

    Y enseguida manifestó que, cuando fuera grande, viajaría a las estrellas en busca de planetas buenos.

    Lo abracé con fuerza, y recordé lo que decía José: que Tao era un mutante, que en los últimos tiempos estaban naciendo niños muy conscientes. Quizás porque son necesarios...

 

 

6. 

 

    Por esa época comencé a frecuentar la Tetería de Benimaclet, un bar donde servían variedades de té, café y bebidas sin alcohol. Era casi como un “pub”, aunque cerraban temprano, ponían música de la Nueva Era, y había siempre un aroma de sahumerios y pasteles.

    Benimaclet era un barrio tranquilo, pueblerino,  y la Tetería estaba en una casa antigua de dos plantas, similar a otras casas del barrio. El salón era grande y acogedor, con sillas de caña y manteles anaranjados. Y las horas más animadas eran al atardecer, cuando se apiñaban frente a la entrada numerosas motos, furgonetas y automóviles viejos.

    Los dueños del bar eran Carmen y Javier. Él era delgado, inquieto, de mirada franca, y estaba siempre con el martillo o el destornillador en la mano, reparando alguna cosa en el local o en su casa, ubicada en el piso alto. Ella era guapa y alegre, con una sonrisa constante, y atendía con calma y eficiencia su hogar, sus hijos y la Tetería. 

    Carmen parecía disfrutar de la vida sin demasiados planteos metafísicos: era puro sentimiento. Alguna tarde, cuando yo llegaba temprano, me hacía pasar a la cocina, que daba a un patio soleado donde jugaban un montón de niños. Siempre llevaba un delantal impecable y su ondulado cabello castaño cubierto con un pañuelo de colores. Y entonces me convidaba con un té, mientras terminaba la decoración de los pasteles de ese día. Pero hablábamos poco: ella se comunicaba más con su sonrisa cálida, con sus actitudes amables y afectuosas.

    Pasé muchas tardes en la Tetería de Benimaclet, relacionándome con unos y con otras. Fue una época muy feliz. Fue la alegría de los encuentros, de los valores compartidos, de las comprensiones parecidas, de las búsquedas semejantes... Fue celebrar la vida, en la comunicación fraterna y amorosa con los demás.

 

 

7. 

 

    Escuché los inconfundibles pasos en la escalera y esos golpes que hacían temblar la sólida puerta del ático.

—¡Nana..., ábreme ya!

—¡Ya va!... Siempre de madrugada.

   Me envolví en la sábana y corrí hasta la puerta. Rosa tenía, como de costumbre, los ojos brillantes, pero noté en ella cierta preocupación. Después de abrazarme, me contó que a una gente que vivía en el campo, en una “masía”, se les había quemado el galpón y parte de la casa, y que estaba haciendo una colecta para ayudarlos.

    Me lavé, me vestí, desayuné y la escuché, todo al mismo tiempo; y salimos en una exhalación. Nos pasamos el día de un sitio al otro, recolectando dinero. Y al anochecer fuimos a la Tetería...

—Allí está el tío que te gusta  —me dijo Rosa cuando entramos.

    El tío que me gustaba era Pedro. Solía verlo a menudo, pero de lejos, pues algo parecía impedir que nos acercáramos. Sabía de él que era militante ecologista, que escalaba montañas, y que en su búsqueda espiritual había transitado por el Zen y por el Chamanismo. También sabía que trabajaba en la panadería de sus padres y que en los últimos tiempos andaba soltero.

    Pedro tenía la piel curtida, un cuerpo vigoroso y un rostro recio, muy masculino. Y siempre se mostraba exultante, riendo de tal manera que podía oírlo aunque estuviera en la otra punta del salón y a las siete de la tarde. Verlo me conmovía, y anhelaba una ocasión para conversar con él y conocerlo. Pero nada facilitaba ese encuentro,  más bien lo contrario. A veces nos mirábamos: yo sentía una energía cálida viniendo desde él, y esbozábamos un casi saludo, un imperceptible gesto de reconocimiento, que significaba “te he visto, sé que existes, ¡hola!”. Y eso era todo.

    Después de hablar unos minutos con Carmen, Rosa se paró junto al mostrador, pidió silencio… y explicó el asunto. La alcancía comenzó a circular de mano en mano.

    Todos se pusieron a conversar sobre el tema, hasta que Pedro se levantó e hizo una propuesta, que unos y otras comentaron, apoyaron, discutieron, modificaron. Era una iniciativa generosa y fraternal:  ir algún fin de semana próximo a la “masía” incendiada, en plan de trabajo y ayuda. Llevaríamos tiendas y equipos de campamento, herramientas y comida. Previamente, con lo recaudado, se comprarían materiales para reparar paredes y techos.

 

 

8. 

 

    Viajé hasta Villahermosa del Molino (así se llamaba la “masía”) sentada en el suelo de una furgoneta, conversando, cantando y riendo. Pedro iba enfrente de mí, hablando en voz muy alta y riendo a las carcajadas. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban velozmente, e igual de veloces se entrecruzaban mis fantasías.

    Villahermosa del Molino me pareció un lugar encantado. Estaba cerca de un arroyo y de un viejo molino, a los pies de unos montes y rodeado de bosques. Además del galpón destruido por el fuego, había unos cobertizos y dos casas grandes y antiguas, de piedra, donde vivían dos parejas con sus hijos.

    Cuando llegamos ya estaban casi todos y éramos cerca de cien, incluyendo a los niños. Los dueños de casa nos recibieron con una merienda al aire libre: zumo de naranja y pan integral con miel, que devoramos entre saludos, abrazos, sonrisas y parloteos.

    Después de la merienda, cuando ya caía la tarde, nos apresuramos a organizar el campamento. Levantamos las tiendas, acomodamos los víveres y materiales, adaptamos un viejo techado como cocina. Más tarde hubo una reunión, dentro de una de las casas, para organizar el día siguiente; y una cena rápida junto al fuego. Y como teníamos que madrugar, al acabar la cena nos fuimos a dormir.

    El sábado, los encargados del desayuno nos despertaron bien temprano: había mucho trabajo por delante. A varias mujeres nos tocó en la cocina. Tuve que pelar interminable cantidad de patatas, rallar kilos de zanahorias, cortar pilas de ensalada y lavar innumerables cacharros, en un largo día, laborioso pero feliz. Los hombres y las demás mujeres se dedicaron a la construcción; y hasta los niños ayudaron, llevando agua y café a los albañiles, yendo y viniendo con mensajes, alcanzando ladrillos y acarreando madera.

    Aunque no paramos hasta la noche, eso no impidió que nos comunicáramos, y las tareas se desarrollaron en un clima de hermandad y simpatía. Fue como una celebración.

    Después de la cena hubo, naturalmente, velada junto al fuego, con guitarras, alguna flauta, mucha percusión, y un coro de humanos, ranas y grillos.

    Estuve hasta muy tarde sentada sobre un tronco, mirando las llamas y los rostros iluminados por destellos rojizos... Y recién me fui a dormir cuando del fuego no quedaban sino cenizas  y de la gente unas pocas figuras abrazadas que se perdieron tras los árboles.

 

 

9. 

 

    Esa noche descansé profundamente, pese a dormir pocas horas,  y al despertar sentí gran vitalidad y energía. Ayudé en la preparación y servicio del desayuno; y cuando tuve un rato libre me alejé de la zona del campamento para conocer el molino.

    Era un molino pequeño, junto a un arroyo. Se escuchaba el rumor del agua que bajaba de la montaña  y había unas piedras muy grandes amontonadas cerca de la orilla. Me senté cerca de ellas.

    Una gran piedra gris, con vetas rosadas y verdes, atrajo mi atención. Era muy hermosa y estuve un rato contemplándola, absorta en su antiquísima superficie que habían pulido el viento y el agua.

    Me pareció que se comunicaba conmigo y me contaba su historia de siglos...

    Y se me reveló una Verdad evidente:

 

                                  ¡Esa piedra está viva!

                                  ¡Todo está vivo!

 

    Y miré los arbustos, los árboles, el agua cristalina del arroyo en su descenso saltarín  y ese sol que afectuosamente me acariciaba  y esa brisa gentil, tan dulce al respirar...

                                  Todas las cosas viven...

                                  Todo existe...

                                  Todo es...


    A esta comprensión  —que no fue mental sino intuitiva— la siguió una emoción intensa. Sentí que me expandía, igual que otras veces, y una felicidad tan grande como la que sentía en los éxtasis.

    Y de pronto:

                                  Este inmenso, infinito Amor...

                                  Esta increíble energía de Amor...

                                  Este Amor que es Alegría

                                  y que mueve a la Creación entera...

                                  Este Amor perfecto, absoluto, sagrado,

                                  me invade,

                                  me ocupa por entero.

 

    Y mi ser se dilató en ondas de Amor, que me unían al resto del Universo, palpitante y vivo.

 

 

10.

 

    Permanecí algún tiempo extasiada, en ese Amor radiante... Después, sin que el Amor me abandonara, me levanté,  y despidiéndome de las plantas, de las piedras, del arroyo y del molino, enfilé hacia el campamento.

   Pude oír un concierto de voces, risas, gorjeos y ladridos, y oler un aroma delicioso a salsa de tomate con romero. Ya estaban comiendo, sentados sobre el césped o en bancos improvisados con troncos; y había un vientecillo cálido que despeinaba las cabezas y las copas de los árboles. Todos me parecieron hermosos, rebosantes de fuerza y de vida, con los rostros encendidos y las miradas relucientes.

    Caminé deslizándome sobre el suelo, con este Amor que me unía a unos y a otras,  y que retornaba a mí en gestos y sonrisas.

    No deseaba comer, pero sí contarle a alguien lo que me estaba ocurriendo, así que me puse a buscar a José.

    Lo encontré comiendo a solas bajo un algarrobo, con la barba y la boina salpicadas de cal. Me bastó sentarme y mirarlo...

—¡Uy, Violeta!..., luces muy extraña.

—¿Cómo?...  Me di cuenta que me costaba hablar.

—Pues..., tienes una luz en los ojos que no te imaginas…

    Aunque traté de explicarlo, era difícil de transmitir con palabras. Sin embargo, José lo comprendió perfectamente, porque una vez le había sucedido algo semejante.

—¡Pues sí, qué gozo! —su rostro se iluminó al recordar—.  Sientes que todo es precioso, y hay como una corriente de Amor enorme entre tú y todo lo demás.

—¡Ah, si se pudiera estar siempre así! —le dije abrazándolo—. Si el Amor floreciera en nosotros para siempre..., ¿cómo sería nuestra vida?

—Pues que te diré..., ¡mucho mejor, ji, ji!... Fíjate que a mí también me pasa una cosa estupenda... Tengo una tremenda lucidez, una claridad tan grande que es como si se me hubiera abierto algo en la cabeza. Y se me ha ocurrido una charla sobre astrología para esta tarde, pues la mayoría de la gente no sabe nada sobre el tema. Será la primera charla que dé en mi vida.Verás...

    Nos quedamos largo rato abrazados bajo el algarrobo, mientras José me contaba cómo sería su charla  y yo continuaba sintiendo el milagro de ese Amor maravilloso, que me fusionaba con él y con todo.

 

 

11. 

 

    Después de la comida hubo asamblea:  las tareas de reconstrucción estaban casi concluidas  y se resolvió dedicar el resto del día al esparcimiento. Y eran  muchos los que, como José, querían compartir con los demás sus conocimientos y habilidades. 

    Había un clima de felicidad exaltada, radiante... Intuí que a todos, o a casi todos, les pasaba lo mismo que a José y a mí: estaban en un estado de conciencia inusual.

    Esa tarde hubo muchos eventos: clases de yoga y de tai-chi, danzas, meditaciones, charlas,  y hasta una obra de teatro, improvisada por los niños.

    El Amor permaneció en mí por varias horas, aunque fue disminuyendo su intensidad. Cuando vi a Pedro en pleno romance con una chica, no sentí ni celos ni amargura. Ante mi propio asombro, celebré dulcemente el amor que pudiera haber entre ellos.

    Unas amigas, al saber que había traído las cartas, me pidieron que hiciera una lectura. Un Tarot colectivo no era algo que María aprobara, pero el Amor me dio certeza...  y accedí. Extendí el pañuelo de seda lila sobre el césped  y enseguida se formó un círculo de gente a mi alrededor.

    Cada uno pensaba su pregunta, sin formularla en voz alta, y escogía una sola carta. Mis respuestas eran breves; y mientras unos se levantaban, después de escuchar al oráculo, otros se acomodaban, curiosos y expectantes, aguardando su turno dentro del círculo.

    Pasé el resto de la tarde como pitonisa…, ¡y muy contenta por serlo!

    Al anochecer fue la despedida: besos, caricias, abrazos interminables, aunque muchos íbamos a reencontrarnos al día siguiente.

    Durante el regreso a Valencia, en la misma furgoneta, todos estábamos silenciosos... Quizás necesitábamos recapitular ese fin de semana antes de volver a lo cotidiano.

 

 

 

 


 

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