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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 17 - La Torre

 LA TORRE

 

 

 

1. 

 

    Una tarde de mayo, aburrida y ociosa como de costumbre, miraba una horrible película en la televisión, cuando escuché un tímido timbre. ¿Un timbre a esta hora? Los encuestadores, carteros y proveedores siempre venían por la mañana, y las visitas a Maurizio habían cesado desde que yo estaba allí...  ¿Quién sería?

    Intrigada, espié por la mirilla: un pálido rostro femenino, insulso pero bonito, y una mirada intranquila. Al abrir la puerta, me dedicó una sonrisa dulce y triste. Era bajita, menuda,  y llevaba un vestido algo anticuado, que le daba un aspecto muy formal.

—“Ciao”... Tú eres Violeta, ¿no es verdad?

—Sí... ¿Y tú quién eres?

—Soy Luciana, la  novia de Maurizio.

    ¡Uau!... Sentí como una descarga eléctrica en el vientre; y me quedé dura y muda junto a la puerta, mirándola, mientras la cabeza me estallaba en infinidad de preguntas.

    Después de un tiempo larguísimo, susurró:

—He venido para conocerte... y para hablar contigo.

    La hice pasar. Entró algo cohibida, pero enseguida pareció recobrar la seguridad.

—Necesito un vaso de agua  —musitó, con su sonrisa de almíbar.

   Y se dirigió a la cocina. La seguí temblando... Sin vacilar, abrió la alacena de la izquierda, donde estaban los vasos, y sacó de la heladera el jarrón del agua mineral.

    Me puse a preparar café,  todavía muda y sintiéndome al borde de algo terrible. De inmediato, ella inició su larga confesión, con una voz monótona que por momentos se debilitaba. 

 

2.


—Lo sé todo sobre ti  —afirmó con expresión de superioridad.

     Sentí furia contra Maurizio: ¿por qué no me había dicho nada  respecto a ella?

     Me contó que con Maurizio se conocían desde muchos años atrás, aunque se veían poco. Luciana vivía con sus padres en Arezzo, otra ciudad de la región toscana; y allí trabajaba como profesora de historia en un colegio. Con Maurizio pasaban muchos fines de semana juntos, pero se habían peleado en el otoño (¿cuando Maurizio me escribió invitándome?) y la reconciliación había sido la semana pasada (¿esa noche que Maurizio vino de madrugada?).

—¿Y por qué se separaron en el otoño?

—Siempre la misma historia —expresó amargamente—,  ¡las otras mujeres!...

    ¡Uau!... Volví a sentir la descarga eléctrica… y después náuseas.

—Maurizio adora a las mujeres... ¡A todas las mujeres!... Vive para seducir, para tener amoríos..., incluso de una noche, de un par de horas.

—¿Estás segura..., cómo sabes todo eso..., él te lo dice?

—Lo sé todo sobre Maurizio —aseveró, con una mirada desolada y una sonrisa de resignación—. Conozco sus amigos, los lugares por donde anda, sus mentiras... Aunque en los últimos años ya ni me miente, me lo confiesa todo... Ahora, en primavera y verano, es la peor época: Maurizio se enloquece. Florencia está llena de turistas: inglesas, francesas, nórdicas... Y él adora a las extranjeras... Sobre todo porque después se van...

    No quería creer  lo que estaba oyendo. Sin mirarla, mientras preparaba más café, la interrumpí:

—Y de mí, ¿qué te contó?

—Que te conoció en España, que es muy fuerte lo sexual entre vosotros, pero que no es más que eso… Que terminará, antes o después.

    El piso pareció moverse... Tuve ganas de morir...

—Yo siempre espero que Maurizio cambie... Figúrate, ¡ya tiene cuarenta años!... Y él siempre me promete que va a cambiar, que ya se cansará de las demás mujeres  y se quedará tranquilo junto a mí...

    Pese a mí misma, seguía escuchándola...  Andábamos por la cuarta taza de café;  yo estaba tiritando y por momentos me faltaba el aire.

    Cuando se puso a contarme la última reconciliación, dejé de oírla... Y Luciana se dio cuenta.

—Mejor me marcho —dijo con su sonrisa melosa.

    Le aseguré que podía quedarse tranquila en lo que a mí tocaba, pues si todo lo que me había contado era verdad, regresaría a España. ¿Fue alivio, alegría, esa luz que brilló en sus ojos?

    Me dejó su teléfono, y se despidió cariñosamente.

    Apenas salió, me derrumbé sobre el sofá negro y lloré, con desesperación, durante largo tiempo.

  

3.

 

    Maurizio regresó a medianoche. Yo me había quedado profundamente dormida sobre el sofá y me desperté al oír la ducha, y luego ruido de vajilla y cacerolas. 

    Me levanté y fui a la cocina.

    Maurizio me sonrió detrás de un rebosante plato de "spaghetti".

—Estuvo Luciana.

    Su sonrisa se congeló, se convirtió en una mueca desorientada.

—Estuvimos conversando toda la tarde...

    Llorando, le repetí las revelaciones de Luciana, mientras él me apretaba entre sus brazos.

—¡Pobrecita, está muy mal! —fue lo primero que dijo, con expresión preocupada—. Terminé definitivamente con ella hace unos días... Le confesé que te quería a ti...

    Y me dio muchas explicaciones, besando mis manos y mi cara al mismo tiempo.

    Dudaba en creerle, pero… ¡cuánto deseé que sus palabras fueran verdaderas!

—¿Y las otras mujeres?

    Con cara de espanto, juró que todo eso eran inventos de Luciana para destruir nuestra relación... ¡No había otras mujeres!

—¿Y Luciana…, por qué no me hablaste de ella?

—Si te lo hubiera dicho: ¿hubieras venido..., te hubieras quedado?

—No lo sé..., quizás no...

—Ya lo ves, pequeña mía..., no podía decírtelo.

    Y volvió a jurarme: Luciana era el pasado, ya no era más que una amiga para él. Ella me había mentido, en un último acto desesperado… ¡A quién verdaderamente amaba era a mí!

 

4. 

 

    Pese a que Maurizio quiso continuar nuestra vida en común como si nada hubiera sucedido, para mí ya no era posible. Estaba quebrantada, lastimada, dudando entre creerle o no.

    Y no sólo había dejado de confiar en Maurizio, sino que habían comenzado a indignarme ciertos aspectos de nuestra  relación que hasta entonces tolerara. Principalmente, que no me permitiera compartir sus actividades y sus amigos, o que hiciera todo lo posible (recién ahora me daba cuenta)  para tenerme encerrada en su casa, ociosa y al servicio de él.

    Y me atormenté, analizando una y otra vez algunas situaciones que en su momento justificara y que ahora se presentaban bajo una luz nueva. Recordé que durante nuestros escasos paseos por Florencia, Maurizio apenas respondía a las mujeres que lo saludaban, y que en cambio era efusivo cuando se trataba de hombres. Y recordé los innumerables timbres y llamadas telefónicas durante los primeros tiempos, que por discreción jamás atendí, sospechando que eran mujeres. ¿Y todas esas fotos femeninas en sus álbumes, que alguna tarde, aburrida, espié? 

    Nada de todo eso me había molestado entonces: Maurizio era un hombre fascinante, además soltero, y encima rico. ¿Qué tenía de raro que las mujeres lo buscaran? Lo que me había importado antes era él con-migo, y él con-migo había sido (aún lo era) un amante apasionado y generoso. En esos tempranos días, todo lo había interpretado favorablemente y había pensado que, de haber otras mujeres en su vida, se terminarían con mi llegada. ¿Acaso no significaba eso el que cesaran por completo las visitas y las llamadas?

    Pero las justificaciones eran ya insostenibles. Al vacío que sentía desde algún tiempo atrás, a mi comprensión de que la nuestra era una relación que me anonadaba y desintegraba, se sumaba ahora mi desconfianza.

    ¿Cómo era Maurizio en realidad?

  

5.

 

    Una noche, Maurizio partió para uno de sus habituales ensayos teatrales.

—Hoy vuelvo tarde —me dijo, besándome junto a la puerta—. Viene un productor que tal vez financie el espectáculo, e iremos a cenar después del ensayo.

    Con el gusto agridulce de su carísima loción en mis labios, di las usuales vueltas por la casa; prendí y apagué el televisor varias veces; y me asusté de mi propia imagen, desvaída y ojerosa en el espejo. 

    Entonces, tuve un impulso...

    “Si la cena es con un productor tengo que ir algo elegante” pensé, mientras me ponía uno de sus regalos: un vestido de seda, negro y ajustado. “¡Las cosas cambiarán desde hoy, Maurizio...,  o me dejás compartir tu vida o esto se acaba!”

    Bajé a la calle bulliciosa, colmada de gente,  y tomé un taxi. Alguna tarde, revisando entre los papeles de Maurizio, había encontrado la dirección del teatro donde ensayaban.

    El taxi me dejó cerca de la entrada. Había un gran vestíbulo con olor a moho y vetustez; la sala era bastante grande...

    Traté de divisar a Maurizio entre los que vociferaban en el escenario y entre las pocas personas sentadas en las primeras filas. No lo vi... Me quedé un buen rato, indecisa,  junto a los raídos cortinados, hasta que una chica se levantó y se acercó.

    Le dije que buscaba a Maurizio. Su respuesta me consternó:

—Maurizio no participa en esta obra... Hace meses que no lo vemos.

  

6. 

 

    Salí del teatro enfurecida, mientras pensaba: ¡¿Maurizio, ¿dónde estás?! Y anduve como perdida, sin rumbo fijo, hasta que se me ocurrió buscarlo. Luciana me había confirmado algo que ya suponía, que Maurizio iba siempre a los mismos sitios: dos o tres “trattorías”, y un par de bares y de “pubs”, a los cuales me había llevado en los primeros tiempos.

 

    La ira me da fuerzas, sino me derrumbaría. Y voy de un sitio a otro, caminando frenéticamente. ¿Qué estoy haciendo..., para qué lo busco..., qué más quiero saber? Si todo es ya evidente: el velo ilusorio que me impedía ver a Maurizio se desgarró de golpe.

    Un auto toca la bocina y frena: estaba cruzando por la mitad de la calle y sin mirar. ¡No me importa..., nada me importa!  Lo único que quiero es encontrarlo, aunque no sé para qué.

    Al llegar a la plaza de San Marco me desplomo sobre un banco. Hay grupos de chicos y chicas, rasgueo de guitarras... Me hacen recordar a mis amigos lejanos. Y desolada, me pongo a llorar...

    Ahora me dirijo hacia el Arno...  Cruzo al otro lado por el puente de Santa Trinitá... 

    Entro a todos los locales cercanos al palacio Pitti... 

    Inútilmente. 

    Por momentos me siento al borde del desmayo, pero el deseo de hallarlo me sostiene.

    Atravieso nuevamente el río,  por el puente Vecchio... 

    Ya ni me importa si hay, o no, otras mujeres...  Lo único que sé es que Maurizio vive su vida y que yo, en cambio, he dejado de vivir la mía.

    Me acerco al palacio de los Médicis... Hay por aquí una “trattoría” a la cual me llevó la primera noche que salimos. Es un local bastante grande, pero con recovecos que le dan un clima íntimo. 

   ¡Cómo iba a imaginarme, aquella noche, que me estaba involucrando en una relación enferma..., sí..., enferma..., una relación sin nada creativo o bello!  

    Estuve todos estos meses ciega..., hechizada..., poseída... 

    ¡Ay!... ¿Cómo es posible que recién ahora lo pueda ver?

 

7.   

 

    Apenas entré a la “trattoría” lo distinguí, en una mesa algo escondida. Estaba con una rubia grandota, ¿alemana?, ¿sueca?, a quien destinaba la misma mirada de tigre en celo y la misma sonrisa fosforescente que me dedicara tantas veces.

    Al verme junto a la mesa, su expresión fue de espanto; pero enseguida se repuso,  y trató de dominar la situación.

—¡Escúchame, Violeta, no es lo que piensas..., te lo juro!

—¡No, ya lo sé! —chillé como una energúmena—. ¡Debe ser el productor!, ¿no?... ¡O una compañera de teatro!, ¿no?...

    Durante algunos minutos grité y grité: mi rabia, mi decepción, mi espanto, mientras Maurizio trataba de calmarme con mentiras, y a la vez trataba de calmar a la rubia, quien nos miraba con disgusto y desconcierto.

    Al darme cuenta que estaba haciendo un escándalo y que todos en el restaurante estaban pendientes de nosotros, me dio una terrible vergüenza y salí corriendo.

    En la calle sentí frío, náuseas, desfallecimiento... Paré un taxi; y estaba por subir, cuando apareció Maurizio.

—¡Te juro que estás equivocada! —exclamó con expresión ofendida.

    Su mirada, su voz, sus gestos, eran los de un actor excelente. ¡Y yo lo advertía por primera vez!

—¡No sé quién sos..., no sé con quién compartí tantos meses de mi vida!

    Maurizio juró, protestó, argumentó, prometió, invocó testigos, juró de nuevo... El conductor del taxi esperaba...

    Quedé callada, atónita, mientras diferentes máscaras se sucedían en su rostro de comediante...

    Con voz autoritaria y mirada salvaje protestaba:

 —¡Me has arruinado un contrato como mimo en Alemania..., no sé si podré perdonarte!

    Pero enseguida, su máscara era tierna y tolerante: 

—¡Muy bien!... Esta noche, cuando vuelva a casa y se te haya pasado el enojo, te contaré cómo son las cosas... No te miento, es una cena de trabajo.

    Era tan convincente, que por momentos casi le creía, pero de inmediato podía notar su actuación. ¡Un actor magistral!... ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

    Cuando me cansé de escucharlo me metí en el coche, y después de mirarlo por última vez, le di la dirección al taxista. 

    Recostada sobre el asiento, me aturdieron múltiples imágenes de Maurizio, que ajustándose unas con otras como las piezas de un rompecabezas, me dieron finalmente la visión del Maurizio real. Estaba segura que lo del contrato en Alemania era una mentira; pero de no serlo, peor aún: hubiera significado que usaba su seducción  para conseguir otras cosas, además del sexo.

    Cuando llegué con el taxi, ya sabía qué hacer a continuación. Y mientras subía por las escaleras, el dolor lacerante se fusionó con un sentimiento de alivio, de liberación.

 

8. 

 

    Tenía que apresurarme: no quería estar allí cuando él volviera. Y debía partir de Florencia enseguida.

    Preparé el bolso en apenas media hora. Y le dejé todos sus regalos sobre el sofá negro. Pero al cerrar la puerta comencé a llorar...

    Vi la ciudad empañada y triste detrás de los cristales del taxi; y sólo dejé de llorar en la estación, al subirme al primer tren que salía, uno con destino a Milán.

    Al llegar a Milán, esperé otro tren que iba hasta España... 

    Fue un viaje penoso: me sentía muy mal.

    Cuando llegué a Barcelona, al anochecer del día siguiente, comprendí que no podía regresar a Valencia todavía, no en ese estado ruinoso. 

    Desorientada, sin saber qué hacer, resolví quedarme donde estaba. Me alojé en un hostal del barrio Gótico..., me acosté... y me dormí.

  

9.  

 

    Los primeros días,  Barcelona me pareció gris y sórdida. Tan sórdida como mi habitación del hostal, con su empapelado desteñido y la luz mortecina de la única lamparita. Claro que podría haber buscado otro cuarto; estaba lleno de hostales cerca del mío. Pero todo me daba igual...

    Pasaba las horas sentada en las Ramblas (tradicional paseo de la ciudad), entre los puestos de periódicos y de pájaros cautivos, mirando el desfile incesante de innumerables seres anónimos. Imaginaba oscuras tragedias detrás de cada par de ojos tristes, detrás de cada figura sombría, mientras cavilaba una y otra vez acerca de lo sucedido.

    Mi pasión por Maurizio se había terminado, estaba destruida. No había en mí ningún sentimiento de añoranza o pérdida. Pero me sentía espantosamente mal conmigo misma. Tan incesante como el desfile humano en las Ramblas, era el desfilar de mis abominables culpas. Implacable, me examinaba y me juzgaba.

    “Así que iba camino de iluminarme...” pensaba. “Me la creí, ¡puro ego!... Me sedujo con sus modales de galán de cine y me compró con cuatro trapos... Dejé todo lo que era importante en mi vida por él... Me abandoné al más absoluto ocio... ¡Pasé ocho meses perdida en una pasión enfermiza!”

    A veces, en mi pieza, me ahogaba en llanto, cubierta con una almohada para que no me oyeran. Me sentía una horrenda pecadora.  Había caído... y en mi caída, había arrastrado conmigo al universo entero: todo estaba agrietándose y desmoronándose.

   Todas las certezas que me acompañaran hasta entonces se habían velado... Ya no creía en el camino espiritual como un sendero luminoso, por el que transitaría alegremente hasta alcanzar la dorada meta. Dentro de ese recorrido, que imaginara recto y límpido, había tropezado con una ciénaga y me había metido en ella hasta el cuello.

    Y extraviándome por las callejuelas del barrio Gótico, me repetía: 

   ¿Cómo, después de mis arrebatos místicos y de mis alturas de comprensión, pude caer en una relación tan infame?

 

10.

 

    Lo que más me atormentaba era creer que había caído de un modo irrecuperable, que había abandonado el Camino.

    Pero una tarde, ¡al fin!, volví a escuchar la voz de mi Maestro Interno. Y sus palabras me tranquilizaron:

 

                                  Todo es parte del Camino,

                                  incluso los tropezones y las caídas.

                                  También así se aprende.

 

    Entonces, recordé aquella experiencia desagradable durante la sesión de Tantra... ¿Qué significaban esos rostros atroces, superponiéndose en la cara de Maurizio y en la mía?

                      

                                  Esos rostros que viste,

                                  son los rostros del Mal.

 

    Estupefacta, le pedí que me explicara mejor.

 

                                  El Bien y el Mal anidan en cada ser humano.

                                  Y en cada ocasión eliges:

                                  o la Luz, o la Oscuridad.

 

   ¿Significaba eso que todos somos potencialmente santos y, a la vez,  potencialmente perversos? 

     Respondió que sí.

    Después me dijo que la relación con Maurizio había sido como un espejo y que me había servido para ver mis imperfecciones.

    Le pregunté si el sexo estaba mal. Contestó que sólo está mal cuando su exceso nos esclaviza. 

    Tampoco el dinero es algo malo en sí, me aseguró; lo malo es el apego a lo material, la codicia y el despilfarro.

    Una vez más comprendí que:


Lo correcto es la moderación,

                                         el sabio equilibrio entre los extremos.


    Junto a Maurizio había perdido mi centro, mi mesurado equilibrio. Ahora tenía que recuperarlo.

 


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