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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 12 - La Justicia

 LA JUSTICIA

 

 

1.

 

—¿Qué esperas para decirme que sí? —preguntó Pau muy gravemente.

    Estábamos sentados en la terraza de un bar, cerca de la Plaza de la Virgen, un tibio mediodía a principios de octubre.

    Oculté mi cara detrás del vaso de horchata. Realmente, ¿qué esperaba? Quería irme de la casa de Lupe y estaba enamorada de Pau. Cuando hacía un balance de los pros y  los contras de una convivencia con él, lo único negativo eran las memorias de mi anterior matrimonio, o sea, fantasmas. Pau me prometía, una y otra vez, respetar mi vida,  mis tiempos,  mi libertad y  mi búsqueda espiritual… ¿Qué esperaba?

—Vale, Pau...

—¿Vale?  —preguntó, con una expresión de duda e incipiente alegría.

—Sí...,  te estoy diciendo que sí.

    Me besó muchas veces, emocionado y feliz. Y me propuso que nos pusiéramos a buscar vivienda enseguida. Acababa de graduarse y andaba excitadísimo, y con dinero sobrante que le habían regalado su padre y su abuelo.

    En pocos días encontramos un piso pequeño, muy bonito, en la Plaza Redonda.

—¡Pau, no puedo creérmelo..., un ático... y en la Plaza Redonda! No puedo creer que tengamos tanta suerte...

    La Plaza Redonda era un curioso edificio en el centro de Valencia, con forma circular, y cuyos departamentos daban a la calle y a un gran patio central. En el medio del patio había una fuente, donde bebían las palomas, y alrededor de la fuente primorosos tenderetes con cintas, hilos, botones y encajes.

    Era un lugar encantador. Y el ático también lo era, con sus vigas de madera en el techo y sus ventanitas, con postigos también de madera, por las que entraba muchísimo sol y los tañidos de las campanas de varias iglesias vecinas.                                          

    En pocos días nos mudamos. Lupe llevó mis cosas en su auto y Pau usó la furgoneta de un amigo, trayendo algunos muebles y sus numerosos objetos.

    Sólo hubo que comprar un colchón de dos plazas, que colocamos en el dormitorio de Pau. Habíamos decidido que cada uno tuviera su cuarto, aunque dormiríamos en el suyo, que era el más grande. En el mío puse la alfombra que me regalara Lupe, un pequeño colchón a modo de sofá, y una biblioteca que armé con ladrillos y tablones. Sobre ella dispuse el altar, con imágenes, un portasahumerios y un jarrón para las flores. Y delante del altar puse dos almohadones mullidos.

    Ya tenía mi pequeña cueva de meditadora y ansiaba estrenarla. Pau, en cambio, quería que estrenáramos el colchón de dos plazas.

    Y así comenzamos nuestra vida en común.

                                              

2.  

 

    Los primeros tiempos fueron muy lindos...

—¡Ay, Pau, que se queman las patatas!

    Riendo, intentaba preparar la cena, aunque Pau no me dejaba: abrazándome por la espalda, me susurraba cosas al oído...

—¡Pau!... Si no te ponés ya a lavar los platos, tendremos que comer de la sartén.

    Compartíamos equitativamente las tareas de la casa: yo cocinaba, él lavaba, y limpiábamos entre los dos. También las compras las hacíamos juntos. Tomados de la mano recorríamos el mercado central, entre las hileras de puestos pulcros y coloridos. Pau sabía escoger mejor los pescados y los quesos, y yo elegía las frutas y las verduras.

    De allí solíamos ir a sentarnos en alguna terraza, para tomar un aperitivo y charlar bajo el sol.

    Por las tardes, si no tenía clases para dar o ensayos con su grupo, a Pau le gustaba improvisar durante horas con su clarinete. Entonces yo me sentaba cerca, a leer y estudiar, o a cortar telas y coser, cuando empecé a fabricar muñecos.

    Había sido una sugerencia de Amparo y diseñé los moldes con el asesoramiento de Lupe. Eran animalitos de seda, algodón, lana y terciopelo, con relleno de alpiste. Hacerlos era muy entretenido y me daban un ingreso seguro, pues Carlos y Amparo me compraban toda la producción.

    Pau daba lecciones de música a domicilio, y seguía recibiendo una mensualidad de su padre. Habían acordado que la recibiría hasta que consiguiera empleo como arquitecto. Y Pau estaba muy cómodo así: no había en él ningún apuro por conseguir ese empleo.                                        

    Alguna que otra noche íbamos al cine o a visitar amigos. Y regresábamos caminando por las calles familiares, a veces conversando, a veces callados, simplemente el uno junto al otro. O sino Pau me canturreaba una melodía nueva que se le había ocurrido, y al llegar a casa la interpretaba con el clarinete, mientras yo preparaba y servía un té de medianoche con magdalenas. Luego nos metíamos en la cama tibia..., hacíamos el amor..., nos dormíamos abrazados.

    Un día continuaba al otro, en esa dulce estabilidad, en esa rutina amorosamente equilibrada.

    Y me agradaba que fuese así, porque la condición ideal para la práctica de la meditación (que Daniel había recomendado) era llevar una vida estable y ordenada. Por eso estuve determinada, desde el principio, a despertar temprano. Con Pau todavía dormido y la ciudad aún silenciosa me levantaba, y después de beber un rápido té en la cocina, me sentaba frente al altar y me iba para adentro.

    Pero a menudo Pau intentaba retenerme en la cama, para remolonear, retozar, hacernos mimos...

—¡Pau, ya son las nueve!

—¿Y con eso, qué? —cuchicheó, besándome—.  ¿Qué cambia si no te sientas todos los días a la misma hora?

—Ya te lo expliqué, es una ayuda. Si uno es disciplinado al comienzo, es más fácil adquirir el hábito. Eso fue lo que me dijo Daniel.

—Pues mira, me parece una exageración —exclamó, abrazándome fuertemente e impidiendo mis movimientos—.   ¡No te dejaré ir, eres mi prisionera!

   Y no me dejaba ir... Y yo me entregaba, no sin placer, a sus besos y arrumacos.

   Sí, fueron muy lindos esos primeros tiempos.

  

3.

 

     Pero con bastante rapidez surgieron las primeras dificultades...

    Esa mañana, como tantas otras, Pau jugaba y reía atravesado sobre la cama, impidiéndo así que yo me levantara. Y aunque me dejé llevar y no acudí a mi cita frente al altar, después me sentí mal por mi falta de responsabilidad.

    Esa misma tarde me aburrió, y no por primera vez,  oírle ejecutar la misma tonada durante largo tiempo. Sigilosamente abandoné la sala y me llevé los muñecos que estaba cosiendo a mi habitación.                                            

   Pero allí seguían llegándome los sonidos de su clarinete, así que puse un casete de Génesis y continué con mi labor. A los pocos minutos la puerta se abrió y apareció el rostro de Pau, muy enojado:

—¡Ya veo que no te interesa mi música! —exclamó, mirándome con ferocidad. Y después de dos portazos, se encerró en su dormitorio.

    Por la noche, al ir a la cocina para preparar la cena, lo encontré tomando café. Le hablé y no me contestó. “¡Oh, no, otra vez como una momia!”, pensé. Cuando se enojaba, Pau entraba en largos períodos de mutismo. Era un rasgo suyo que había descubierto a partir de nuestra convivencia. Y así estaba en ese momento: miraba un punto fijo en el suelo y había en él una rigidez de piedra. Me senté a su lado.

—Pau..., me hace daño cuando te ponés así.

    Siguió inmóvil... Sacudí su brazo, puse mi cara por delante de la suya.

—¡Pau,  por favor!... Decime algo... Insultame, si querés, pero no te quedés mudo.

    Nada..., sólo inmovilidad. Entonces me levanté, yo también enojada. Fui a mi cuarto y puse algunas cosas en un bolso: ropa interior, un camisón, el cepillo de dientes y un libro. Y ya desde la puerta le grité, furiosa:

—¡Me voy a lo de Lupe, me quedo a dormir allá!

    Y aunque Lupe escuchó con paciencia mis quejas, esa noche apenas dormí.

    Pero al mediodía siguiente, cuando Pau telefoneó para decirme que se le había pasado el enfado, ya estaba por volver a casa. Y me moría de ganas de verlo, de abrazarlo, de hacer las paces.

 

4. 

 

    Una tarde de domingo, invernal y lluviosa, le comentaba a Pau un artículo muy interesante que había encontrado en una revista esotérica.

—Aquí dice que todo lo que hacemos, tanto lo que hacemos bien como lo que hacemos mal,  lo recibimos de vuelta, antes o después. Eso es el Karma: el resultado de nuestros actos y pensamientos pasados, de ésta y otras vidas.

    Estábamos los dos recostados sobre los almohadones de la sala. Pau tenía los ojos cerrados  y le pregunté si me estaba escuchando. 

—Mmm... Mmm... —murmuró, envolviendo mi cintura con su brazo.                                        

Las relaciones que uno tiene con los demás  (padres, hijos, hermanos, amigos, pareja) son kármicas. En la pareja, por ejemplo, uno se encuentra con el otro para aprender y crecer juntos, y no simplemente para no estar solo o formar una familia, como solemos creer. Por eso los vínculos son tan difíciles, porque arrastramos karma de vidas anteriores. ¿Qué opinás?

—Mmm..., que me gusta eso de encontrarme contigo vida tras vida, pero bueno..., me resulta difícil creerlo.

    Mientras yo proseguía la lectura, Pau comenzó a estrecharme y acariciarme con sensualidad.

—¡Pau..., estamos estudiando algo importante!  —lo regañé.

    Pero él continuó con sus caricias, así que me escapé a la cocina con la revista. Me llamó varias veces, hasta que al fin se rindió y vino a la cocina él también. Se puso a preparar la merienda, y yo reanudé la lectura y los comentarios.

—La pareja es un espacio adecuado para ver nuestros defectos, una oportunidad para erradicarlos. Y en la relación funcionamos siguiendo ciertas pautas, que se repiten vida tras vida, hasta que uno aprende la lección y cambia el karma.

    Ahora Pau me prestaba toda su atención, sentado frente a una taza de chocolate y una fuente de magdalenas.

—Pues te diré que esto del karma es como un equilibrio cósmico  —comentó con la boca llena—. Hay tanto desequilibrio en el mundo, que es bueno suponer que de alguna manera las cosas se compensan.

    Y se enfrascó en uno de sus temas favoritos: la ecología. A mí me afectaba más la injusticia social, a él la injusticia con el planeta: la tala de bosques, la polución, el envenenamiento de mares y ríos, la contaminación de los alimentos, la amenaza de la bomba atómica.

    Entre la lluvia y la conversación nos entristecimos. Pau se fue a la sala con su clarinete, pero le salían tonadas lúgubres. Yo me fui a meditar a mi cuarto, y a pedirle consejos a mi Maestro Interno.

    ¿Cómo cambiar el karma?  ¿Qué hacer para generar buen karma?

   

                                  Sé justa.

                                  Actúa de acuerdo con la Ley Moral.

 

    Eran las enseñanzas de Vidya-das. Simplemente eso.

  

5.

 

    Desde ese momento, aspiré a crear buen karma en mi vida. Deseaba actuar correctamente,  y por lo visto la pareja era un buen medio para poner eso en práctica. Una relación amorosa no tiene que ser siempre una celebración: los desacuerdos y peleas son parte de su realidad. Por primera vez en mi vida estaba dispuesta a solucionarlos, y no a romper la relación, como había hecho en mi matrimonio.

    Cuando le propuse a Pau que trabajáramos nuestro karma estuvo de acuerdo. Nos dijimos todo lo que nos molestaba del otro y comenzamos los intentos por cambiar. Pau prometió no quedarse mudo y hablar de lo que sentía cuando se enfadaba. Yo prometí dedicarle más tiempo, acompañarlo más.

    Establecimos pactos, convenios, tratos y compromisos...

—¿Qué deseas para ti en nuestra mañana? —musitó mientras me besaba.

   Se trataba del compromiso “una mañana de la semana en la cama”, combinado con el pacto de “satisfacer nuestros deseos mutuos”.

—Que hagas el desayuno... ¿y vos?

—Que me oigas tocar el clarinete sin levantarte.

—Bueno  —respondí abrazándolo.

    Pero a veces, a pesar de nuestros esfuerzos, todo se desarreglaba.

    Como esa mañana de abril…

—Violeta, necesito que me acompañes a ver a esos arquitectos... No me siento bien, me duele mucho la cabeza.

    Antes de una entrevista por trabajo, Pau siempre se enfermaba. Salía de casa con cara de ir al patíbulo, caminando como si tuviera plomo en los pies. Y regresaba siempre contentísimo, diciendo “estos no me llamarán”. Su búsqueda de trabajo era una comedia en la que ni él creía, pero no estaba dispuesto a reconocerlo.

—No puedo acompañarte hoy, Pau. Viene Amparo a la siesta por los muñecos  y tengo que terminar un montón.

    No dijo nada, pero quedó disgustado; al irse no me saludó  y no volvió hasta el anochecer.

    Cuando llegó, me estaba vistiendo para ir a yoga, que había empezado a practicar en un instituto cercano. Se asomó diciendo que debíamos marcharnos enseguida, para ir al cine con amigos suyos.

—¡Pau!, ¿otra vez te olvidaste que los martes por la noche tengo yoga?

    Ocurría a menudo: paseos y visitas que coincidían con mis horarios de clase.

—¡Es verdad..., hostia!, estos horarios tuyos de yoga son un fastidio... ¿No podrías faltar?

    Había faltado más de una vez por su causa.

—No Pau, hoy no... Si querés te voy a buscar a la salida del cine...                                         

—Me hacía ilusión ir contigo... ¡Yo tampoco iré!  —exclamó con enojo.

     Al volver de la clase, mientras subía por la escalera, intuí que iba a encontrarlo como una piedra. Y no me equivoqué...

—¡Pau..., acordate que prometiste no quedarte mudo! 

    Pero, pese a mis protestas, se mantuvo como una momia hasta la medianoche, aunque cuando me vio armando el bolso reaccionó:

—¡No te vayas!... Conversemos.

    Estuvimos deliberando largo tiempo. Pau admitió que era exigente y posesivo, y también que la obligación de trabajar como arquitecto lo fastidiaba.

—Mira, me apetecería un empleo de arquitecto si pudiera hacer lo mío: viviendas con criterio ecológico, en armonía con la naturaleza y con el medio ambiente. Y hoy en día lo que cuenta a la hora de construir casas es que sean funcionales y sobre todo un buen negocio para la empresa... Pero estoy obligado, ya lo sabes, mi padre...

    Le sugerí acabar con ese karma:

—Te sentís obligado porque dependés económicamente de él. Ganate la vida como músico, demostrale que esa es tu vocación, y tu padre va a terminar aceptándolo. ¿No podrías conseguir más alumnos?...

    Esa noche hicimos nuevos pactos: me comprometí a darle más... Pau, a pedirme menos. Y el amanecer nos encontró enamoradísimos, en un vuelo alborozado de promesas y juramentos.

 

6.


    ¡Qué complicado cambiar el karma y lograr el equilibrio en la pareja!  Los acuerdos sucedían a las peleas y las peleas a los acuerdos. Me resultaba difícil saber cuál era el límite entre sus necesidades y las mías. Quería ser justa, pero a veces Pau era insaciable. ¿Cuánto tenía que darle para que estuviera satisfecho? ¿Cuál es la medida equitativa, la medida justa, de lo que tenemos que dar a los demás?

    Mi Maestro Interno me dio la clave:

 

                       Aprende de los sabios cuál es la medida  justa.

                      Y actúa, en cada momento, haciendo lo mejor que puedas.

 

    Me reí. ¿Sólo se trataba de hacer lo mejor que uno podía?

    Mi Maestro Interno agregó que “hacer lo mejor” implicaba, la mayoría de las veces, un gran esfuerzo. Y continuó:


                      Cambiar el karma puede llevarte muchas vidas. 

                                          

  Me desanimé... ¡Muchas vidas!... No era muy alentador. Entonces escuché:

                                             

                      Ningún intento se pierde.

                     Todos los aprendizajes 

                     se incorporan a nuestro Ser  para siempre. 

 

7. 

 

    Continué haciendo esfuerzos por cambiar. Y Pau también, aunque no tomaba lo del karma tan en serio como yo. A pesar de nuestras oscilaciones, manteníamos cierta estabilidad afectiva, cierta solidez, que ningún conflicto parecía quebrantar.

    Y en algunas ocasiones, Pau era el más gentil, dulce y solidario de los hombres. Como aquel día de julio, húmedo y caluroso... 

    Venía exhausta, luego de entregar muñecos, pagar el alquiler y otras diligencias. Subí la escalera rezongando: ahora me tendría que poner a cocinar... y ya no quedaban verduras en la nevera... y estaba cansadísima... Al abrir la puerta noté un olorcito delicioso: Pau estaba lavando lechuga.

—¡Pau, cocinaste! –—exclamé abrazándolo.

    Había hecho las compras y en las cacerolas humeaba mi comida preferida: “nituke” con arroz.

—Ve a mirar las habitaciones —me dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

    El ático era un primor: limpio, ordenado y sahumado.

—¡Pau, te adoro!   

    Me colgué de su cuello y lo colmé de besos.

    En esas ocasiones, sentía que nuestra relación estaba perfeccionándose y que por delante de nosotros se extendía un largo camino, de alegres aprendizajes y crecimientos compartidos.

 

 


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