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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 10 - El Ermitaño

 EL ERMITAÑO


1.

 

    En el “ferry”,  mientras veía los blancos acantilados de Dover desapareciendo tras la bruma, me preguntaba: ¿y ahora qué?... No eran cuestiones prácticas las que me inquietaban, sino algo más esencial: ¿Cómo orientar mi vida para que la búsqueda de la Verdad continuara siendo lo primero?

    Pasé todo el viaje hasta París cavilando al respecto, y si bien tenía el vago propósito de quedarme allí unos días, al llegar desistí: había decidido ir  enseguida a Santiago de Compostela, para consultar a María de Ouro. Además, Francia, por razones desconocidas, nunca me había interesado. Así que esa misma noche tomé un tren hacia la frontera.

    Después de pasar la aduana seguí hasta San Sebastián, simplemente porque estaba cerca. Era tal mi cansancio que sólo deseaba una ducha y dormir. Me alojé en el primer hostal que encontré, y recién a la tarde salí para comer y llamar a María.

    Con gran decepción escuché que no estaba en Compostela y que demoraría dos o tres semanas en regresar. ¿Entonces?... No quería volver a Valencia antes de aclararme... Hice cuentas: si era cuidadosa podía seguir viajando y pasar el tiempo de ese modo hasta que María regresara.

    Durante dos días estuve paseando por la elegante San Sebastián, respirando su aire marino…, absorta en mis reflexiones… Pero cuando me cansé de recorrer sus calles señoriales, no supe adónde ir.

    En una tienda compré un mapa de España,  y me senté en un paseo arbolado frente al mar, con el mapa desplegado sobre mis rodillas. Había innumerables nombres de pueblos y ciudades esparcidos sobre la superficie de papel. Todos me eran igualmente indiferentes... 

    En cierto momento, la luz del sol cayó sobre el mapa creando reflejos. Y un nombre brilló con fuerza, sobresaliendo entre los demás…

    A la mañana siguiente, y sin otro motivo que ese brillo sobre el mapa, me subí a un tren con destino a León.

                                         

2.


   León, ciudad pequeña, antigua y sosegada, fue el escenario durante unos días de mi pensativo deambular.

    Y una mañana, mientras desayunaba, vi pasar a un hombre delgadísimo, casi descarnado, cuyos ojos parecían mirar hacia adentro. Tendría unos cincuenta años,  y su cabeza, con una maraña de pelos entrecanos, espesa barba rojiza y una importante nariz, me hizo recordar a mis amigos judíos de Buenos Aires. Caminaba sin prisa pero con ritmo, y llevaba una pequeña mochila en la espalda, de la cual pendía una “vieira” (concha marina) con una cruz pintada en rojo. Esa era la insignia del Camino de Santiago y por lo tanto ese hombre era un peregrino. Recién entonces me di cuenta: León estaba sobre el Camino de Santiago.

    Recordé mi curiosidad e interés por esta vía de peregrinación durante mi estadía en Compostela. Y recordé lo que sabía:

    A partir del siglo IX, cuando casi milagrosamente se encontró el sepulcro del apóstol Santiago, la ciudad de Compostela —que fue creciendo a partir de ese hallazgo y en torno a la iglesia construida sobre el sepulcro—,  se convirtió en la meta de millares y millares de peregrinos, que venían de todos lados a postrarse frente a la tumba del apóstol.  Y María me había explicado que se trataba de un Camino Iniciático, más allá de los motivos que cada uno tuviera para peregrinar. 

   Yo aún no comprendía muy bien qué significaba eso de Camino Iniciático, pero intuí que iba a experimentarlo muy pronto, pues al ver pasar al peregrino de la mirada para adentro, había sentido un súbito y profundo anhelo por peregrinar. La ocasión no podía ser mejor, sólo que: ¿cómo hacerlo?..., ¿era necesario ir a pie?... Y para no perderse: ¿bastaba con el mapa?

    No conseguí demasiada información en León durante esa tarde, quizá porque no puse en ello demasiado empeño, y al día siguiente tomé un autobús hasta Ponferrada, ciudad que estaba también sobre el Camino de Santiago y donde esperaba informarme mejor.

  

3.

 

    En Ponferrada, amable y hospitalaria, me volví a perder en difusas cavilaciones y olvidé mis propósitos peregrinos. Estaba además el castillo de los Templarios, que me cautivaba, y al que visitaba a diario para vagabundear entre sus torres y sus vastos recintos semiderruidos.   

   Y allí me encontraba una tarde, mirando la tierra verde del Bierzo desde una torre, cuando divisé detrás de las almenas de otra torre, al peregrino de la mirada para adentro. Fue verlo y pensar: ¡Tengo que hablar con él!  Y comencé a seguirlo…

    Llevaba un sombrero, y los mismos pantalones y camisa que el otro día, todo en color castaño claro. Lo vi desaparecer y reaparecer detrás de aberturas y recovecos, hasta que lo encontré, sentado sobre un muro, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Su calma, su tenue sonrisa, me impusieron quietud. Y esperé, sentada en otro muro, durante un largo rato. Cuando finalmente abrió los ojos y me vio,  hizo un gesto de sobresalto y algo huraño me saludó con la cabeza.

    Pese a su hosquedad, que me intimidaba, me acerqué, y presentándome, le dije que lo había visto en León.

—Mí no entender  —replicó con acento inglés.

    Entonces le endilgué un discurso en su idioma, pidiéndole asesoramiento…

    Su rostro se dulcificó... Y me explicó que para no perderse, bastaba con seguir las señales amarillas pintadas a lo largo de la ruta. Además, me ofreció para copiar una guía que llevaba.

    Mientras aguardábamos en un bar que hicieran la fotocopia, supe que se llamaba Daniel y era norteamericano. Me preguntó por qué deseaba peregrinar. Tuve que confesarle que mis razones eran todavía oscuras. ¿Y él, por qué lo hacía?

—Es una manera de continuar con mi práctica —contestó.

   Y me contó que había pasado los últimos nueve años de monasterio en monasterio, practicando meditación con diferentes maestros budistas.

—¿Eres budista? —le pregunté encantada.

—Sí..., pero también soy cristiano... y nací judío. Tú sabes... Las religiones se complementan unas a otras  y todos los Caminos llevan a lo mismo, en última instancia.  

    Lo escuché arrobada: ¡Daniel era un meditador! Y la meditación como práctica espiritual me atraía poderosamente desde aquel retiro con Vidya-das, durante el cual había tenido un vislumbre de lo que era. Hubiera querido dialogar con Daniel mucho más, pero me dijo que tenía prisa: aún debía comprar algunas cosas y deseaba acostarse temprano para salir al alba. Así que, muy a mi pesar, nos despedimos.

  

4.   

 

    Al otro día me levanté temprano. Siguiendo las indicaciones de Daniel, compré una linterna, una cantimplora y unos zapatos de suela gruesa. Luego mandé mi atiborrada valija por correo a Santiago, y me quedé con lo indispensable, que metí en un bolso pequeño. Y después de un segundo desayuno, empecé a caminar...

    Pasé junto a iglesias, santuarios y ermitas…,  a través de viñedos, pueblos y caseríos. Caminé con entusiasmo al principio…, pero más desganada con el correr de  las horas. Me detenía con frecuencia para sentarme, bajo la sombra de un árbol o en el banco fresco de una iglesia o en algún almacén pueblerino. La gente me saludaba y quería saber si yo era peregrina. ¿Y va sola? me preguntaban, ¿y no tiene miedo?. Todos repetían lo mismo, y aunque no estaba temerosa sospeché algún peligro en los trechos muy solitarios. Reflexioné que debía ser prudente, y como además estaba cansada, me pareció una buena idea tomar un autobús. Y así, llegué cómodamente sentada a Villafranca del Bierzo, mi meta en ese primer día. 

    Al descender del autobús, me enteré de que tenía que andar aún bastante si quería pernoctar en el refugio para peregrinos. Y sin pensarlo dos veces, me alojé en un hostal. El cansancio se atenuó después de una larga ducha  y muy reanimada salí a conocer la ciudad.

    Villafranca del Bierzo es preciosa: totalmente medieval y rodeada por montes verdes. El paseo, sin embargo, fue breve: ya oscurecía y estaba hambrienta.

    Entré a un restaurante y me senté junto a una ventana. Enseguida, un sabroso caldo y unos pimientos rellenos aún más sabrosos ocuparon toda mi atención, hasta que... vi pasar al americano, marchando rítmicamente con su mirada introvertida.

                                                            

5.

 

    Salí corriendo con el tenedor en la mano, voceando su nombre… y lo alcancé. Al darse vuelta exclamó con expresión desabrida "¡oh, tú de nuevo!" y comentó  con extrañeza que yo caminaba más rápido que él. Le confesé que había recorrido el último trecho en autobús, preguntándole si eso estaba mal.

—Es tu asunto —respondió encogiéndose de hombros. 

    Pero agregó que,  en lo posible, hay que hacer el Camino a pie, porque ese es el ritmo natural de los hombres y porque es de ese modo que se convierte al peregrinaje en práctica espiritual.

    Me quejé del cansancio, de las incomodidades. Daniel me aseguró que todo eso formaba parte del Camino, que había que renunciar a la comodidad, que la austeridad era parte de la práctica de un peregrino.

    Lo invité a cenar. Primero se rehusó, diciendo que por la noche comía solamente frutas. Sin embargo, ante mi insistencia, y después de sonreír bondadosamente y suspirar un par de veces, accedió.

    Pidió una tisana y unas frutas, que comió despacio, mientras yo lo acosaba con mis preguntas.

—Hay tantos caminos espirituales que tienen a la meditación como práctica central que estoy confundida, porque cada Tradición parece usar un sistema meditativo diferente. ¿Es así?

—Bueno... Si bien hay muchos sistemas de meditación, todos son variantes de un proceso idéntico: un proceso de “expansión de la conciencia”... Todos esos métodos nos llevan a lo mismo: a una forma nueva de percibir la realidad... Hay diferencias durante el trayecto, pero todos conducen a experiencias similares..., a la Iluminación, al Despertar. 

    Luego enfatizó que lo mejor para comprender la meditación era practicarla.

—¡Practicar!—repitió varias veces, moviendo las manos y la cabeza—.¡Practicar!

    Mientras lo escuchaba, recordé la primera conferencia de Vidya-das...

    Y hubiera continuado escuchándolo durante horas, pero al acabar la infusión miró su reloj y, diciendo que ya era tarde, cargó su pequeña mochila y salió en dirección al refugio para peregrinos.

    Esa noche tardé en dormirme, pensando que meditar debía ser algo maravilloso, y proyectando cómo reencontrar a Daniel para que me aclarara más cosas.   

                                                            

6. 

 

    A la mañana siguiente, mientras tomaba mi desayuno bajo el sol, estudié los mapas de la guía y organicé la jornada. Esta vez opté por hacer en autobús el primer trecho y a pie el tramo final: el ascenso al monte Cebreiro.

    Cerca del mediodía empecé a caminar. Y después de cruzar prados y cursos de agua, empecé a subir, por un sendero angosto y empinado. A medida que ascendía el paisaje se engrandecía..., bello..., magnífico... Y mi caminar se hacía más lento, debido al cansancio.

    Cuando al fin llegué a la cima, extenuada, vi que el pueblo era apenas un caserío. Hay allí unas curiosas viviendas de piedra, cuyo origen es prehistórico: las “pallozas”, con techo de paja en forma cónica y pequeñas ventanas de madera.

    Una de esas pallozas servía como refugio para los peregrinos. ¡Al fin iba a dormir en un refugio!... Entré... Era un gran recinto con piso de tierra y paja, bastante oscuro: apenas una luz crepuscular se filtraba por las ventanitas.

    Luego de un breve descanso, me fui a pasear por el poblado. Visité la capilla, donde hay un cáliz milagroso; contemplé una extraordinaria puesta de sol; cené en el mesón una sopa sustanciosa, con pan y queso caseros; hice un nuevo paseo bajo un inmenso y brillante cielo; y por último volví al refugio.

    

7.

 

    Daniel había llegado, y estaba sentado de espaldas a la puerta, haciéndoles algo a sus pies, mientras se alumbraba con una linterna.

    Lo saludé contentísima. 

    Él se dio vuelta,  murmuró (aunque pude oírlo perfectamente) “¡oh, mi Dios, ella de nuevo!” y con un suspiro me saludó:

—No pensé que llegarías aquí en un solo día —manifestó con expresión irónica.

    Algo avergonzada, reconocí que había tomado un autobús.

    Daniel volvió a suspirar y moviendo la cabeza repitió “ya veo, ya veo”, pero no dijo nada más. Se ocupó nuevamente de sus pies, a los que estaba curando, pues tenían llagas.

    Más tarde sacó de su mochila un pan casero e higos secos, y se puso a comer en silencio... 

    Yo pretendía estar concentrada en la lectura de la guía, pero cuando lo vi sentarse con las piernas cruzadas, abruptamente le pregunté si iba a meditar, si me permitía meditar con él  y si podría enseñarme el método que él usaba.  

     Juntando sus manos y mirando para arriba musitó: “¡oh, mi Dios!, ¿por qué, por qué?”…  Sin embargo, con una sonrisa bondadosa, comenzó a instruírme.

    En sólo cinco minutos me explicó una sencilla técnica: postura..., respiración..., qué hacer con los pensamientos que distraen...

   Me acomodé en la postura indicada y cerré los ojos... Infinidad de pensamientos, recuerdos, fantasías y anticipaciones me distrajeron. De a ratos espiaba a Daniel, que con su sonrisa de beatitud parecía un Buda.

    Al cabo de un tiempo larguísimo lo escuché moverse. Me costó estirar las piernas: me dolían y estaban adormecidas. Cuando al fin pude levantarme, Daniel ya estaba en su bolsa de dormir,  y diciéndome “¡buenas noches!” se dio media vuelta contra la pared. 


8. 

 

   Demoré en dormirme. Y apenas clareaba me desperté.

   Daniel meditaba frente a una ventana con su sonrisa búdica. Me levanté silenciosamente,  y fui a desayunar al mesón.

   Al rato apareció Daniel. Me dijo que se sentía responsable por haberme iniciado en la meditación y que por eso me explicaría algunas cosas más mientras tomaba el desayuno.

—Si eres constante y continúas practicando te enfrentarás, antes o después, con estados de expansión de la conciencia, también llamados estados de conciencia inusuales. Algunos son bastante suaves pero otros, aunque su duración suele ser muy breve, son de una rareza, intensidad y significación extraordinarias. A éstos se los suele llamar: experiencias místicas o trascendentales.

    Recordé las explicaciones de Vidya-das en su primera conferencia... Y escuché a Daniel con extrema atención, mientras él me aconsejaba sobre cómo recibir esas experiencias, en caso que ocurrieran...

    Concluyó su instrucción diciéndome que esos estados de conciencia, y sobre todo las experiencias místicas, son el punto de partida de todas las religiones. Durante siglos, la mayoría de la gente se limitó a seguir las enseñanzas de los pocos seres que los habían experimentado. En esta época, en cambio, a la gente no le bastaba con eso  y necesitaba experimentarlos por sí misma. 

—Hay un gran resurgir del misticismo en nuestros días y toda persona, sin excepción, puede —mediante alguna práctica espiritual— experimentar esos estados de expansión de la conciencia.

    Lamentablemente, el desayuno fue breve. Mirando su reloj y diciendo que ya era tarde, Daniel se marchó.

    Sentí súbitamente un gran cansancio: había dormido poquísimo, el cielo estaba de un gris amenazante y lo que menos deseaba era caminar. Sin mucha culpa, pedí otro café con leche y esperé cómodamente que viniera el autobús.  

  

9.

 

    En un par de horas llegué a Puerto Marín, un pueblo flamante, cuyo refugio para peregrinos era casi de lujo: dos grandes dormitorios, baño y cocina. El encargado, amabilísimo, me dijo que como en esta época del año casi no había peregrinos, podía quedarme el tiempo que deseara.

    Con gran contento me instalé. Y el tiempo transcurrió relajadamente: paseando, cocinando, pensando, meditando...

    Al anochecer del tercer día llegó Daniel. Esta vez se alegró de verme y aceptó mi invitación a cenar. Con esmero preparé un arroz, verduras, y tarta de frutas como postre; y Daniel estuvo menos frugal que de costumbre.

—Bueno —sonrió, mientras bebía un té—, ¿qué te gustaría aprender hoy?

    Yo quería saber si era posible avanzar en la práctica de la meditación sin un maestro. Respondió que siempre es bueno tener un instructor, aunque al cabo de cierto tiempo uno puede continuar solo.

En última instancia —aclaró—  el Camino se hace a solas.

    Entonces dijo algo que me impresionó un poco: que yo estaba demasiado necesitada de alguien que me orientara respecto a muchas cosas, no sólo respecto a la meditación.

—¿Y eso está mal, Daniel? —pregunté algo molesta.

—Bueno, no es lo mejor.  

   Y me miró vacilante, como dudando si hablar o no…

— Lo mejor sería que encontraras a tu Maestro Interno.

—¿Mi Maestro Interno?... ¡Qué maravilla!... ¿Y cómo hago para encontrarlo?

—Búscalo dentro de ti... Meditar abre, facilita, la posibilidad de comunicarte con él, de escucharlo.

—¿Escucharlo?                                                      

El Maestro Interno es una voz interior que te guía y enseña.

—¿Y cómo saber que es realmente la voz del Maestro Interno… y no la mía?

Por la sabiduría que hay en sus respuestas, porque nunca te aconsejaría hacer algo contrario al propósito más puro y elevado.

    Y concluyó recomendándome:

—Invócalo, llámalo, cada vez que te sientes a meditar... Quizá se manifieste.

                                                   

10. 

 

    Esa noche meditamos juntos, y antes de irse a dormir Daniel se despidió, comentando con ironía que al alba, cuando él partiera, yo estaría todavía durmiendo. 

    Me desperté tarde, por supuesto, y con una fuerte sensación de malestar, debida tal vez a las palabras de Daniel en la víspera. Me sentía avergonzada, mal conmigo misma. ¿Qué clase de peregrinaje estoy haciendo?,  me recriminé. ¡Persiguiendo a Daniel desde Ponferrada! Esto no es peregrinar... Además hay que hacerlo a pie y yo tomé un ómnibus tras otro, y caminé lo menos posible...

   Entonces hubo en mí una resolución tajante: al menos el tramo final, los kilómetros que faltaban, los haría como se debe:  ¡caminando!

    Y eso fue lo que hice: caminar... y caminar...  Y soportar con ánimo creciente las incomodidades: calor y sed, o lluvia y frío, durante el día; refugios incómodos y agotamiento por las noches. Pero avanzaba con paso firme y constante. Había encontrado mi ritmo y me sentía bien, con ganas de seguir caminando, aunque mis pies tuvieran llagas y me dolieran bastante.

    Durante seis jornadas atravesé poblados, bosques, carreteras y ríos. Y cada atardecer me senté a meditar, en el banco de alguna iglesia, o a orillas de un arroyo, o junto al tronco de algún pino o eucalipto.

    Y el cansancio desapareció: cuando sólo me faltaba una jornada para llegar, sentí que podría continuar andando indefinidamente.

                                                     

11.

 

    El séptimo día, antes de las doce, llegué al Monte del Gozo. Es una pequeña colina, desde la cual se divisa la silueta de Santiago...


    Algo emocionada, me siento sobre una roca, para contemplar las torres de la Catedral y los edificios de piedra, que reverberan a lo lejos... ¿Cuántos millones de peregrinos habrán estado aquí antes que yo, siglo tras siglo, quizá llorando dichosos, o rezando, agradecidos por haber llegado? Un dulce júbilo, un sollozo, me cierran los ojos... Y entro rápidamente en meditación.

    Enseguida hay en mí una sensación de amplitud, como si me dilatara... También mi corazón se dilata, en ondas gozosas... Y escucho una voz sin sonido, que me dice:


    Busca tu luz interior, 

    la luz que llevas contigo.

    Busca la soledad y el silencio,

    y búscame en la profundidad de tu silencio.

    Encuentra mi Voz y mi Sabiduría,

    que están cuando callas tu voz y tu ignorancia.

    Soy tu Maestro Interno.

    

    Eso fue todo,  aunque la sensación de estar dilatada continuó por algunas horas. Y el júbilo también.  


12.

 

    Durante dos días me paseé por las “rúas”… Quise ver a María, solamente para saludarla, pero no había regresado aún.

    ¿Y Daniel?...  Pensaba que no volvería a verlo cuando lo encontré, en la Plaza del Obradoiro. Él me vio primero y se acercó.

—¡Eh!...,  ¿cómo estás?... Creí que te habías perdido por el camino —exclamó riéndose.

    Me dijo que en pocas horas más volaría de regreso a California,  y noté que sus ojos no estaban tan para adentro. 

    Le conté que había encontrado a mi Maestro Interno.

—Ya veo, ya veo, estás más calma e introvertida —dijo, aprobando con la cabeza.

    Decidimos comer juntos. Y en la taberna me contó, por primera y única vez, un poco sobre su vida. Era pedagogo, y había trabajado durante muchos años en colegios y universidades. Después había renunciado a todo empleo regular para dedicarse casi por entero a la práctica espiritual.

—Tengo ex-esposa y tres hijos, pero ahora vivo como un monje, en una pequeña casa en las montañas, y veo poca gente.

   Le pregunté si no le resultaba difícil vivir tan solitariamente.

—No... La práctica del misticismo demanda cierta soledad.   

    Y por algunos segundos su mirada fue la de siempre…

—Esa soledad, que al principio uno debe imponerse para apartarse de las distracciones del mundo, se convierte con el tiempo en una alegría, casi en una necesidad...

    Y con mucha dulzura agregó:

—Uno desea estar solo... ¡Tú sabes cuánto deseaba estar solo!

    Ambos nos reímos. Le agradecí sus enseñanzas y le pedí disculpas por haberlo perseguido.

    Entonces me miró hondamente… y con humildad,  casi emocionado, me confesó:

—Tú también me has enseñado...  A veces, un ermitaño debe dejar de serlo, para ayudar a sus compañeros de Camino.

    Después del almuerzo nos dijimos adiós: era su última tarde y aún tenía que comprar regalos.

    Y lo miré mientras se alejaba, con su paso rítmico, por una callecita empinada...


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