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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 16 - El Diablo

 EL DIABLO

 

 

 

1. 

 

    Una mañana, a fines de octubre, recibí un sobre con sello de Italia. Maurizio reaparecía y en su carta, terriblemente seductora, decía que se acordaba mucho de mí y de aquellos bellísimos días en Javea.  ¿Por qué nos habíamos perdido así el uno al otro?  ¡Le gustaría tanto que lo visitara!

    La tentación por ir fue instantánea. En cierto modo, el reencuentro con él había quedado pendiente; y no podría haber escrito en mejor momento: estaba sola, con algún dinero, y sin nada que me retuviera en Valencia.

    En pocos días tuve todo listo: la ropa que cabía en un bolso, los moldes de los muñecos, algunas despedidas…

   Y una tarde partí, en tren…, con tanta ansiedad y expectativas que no pude disfrutar del viaje. Mi agitación se apaciguó un poco al dejar Francia y entrar en Italia, y oír ese idioma melodioso que me hacía recordar a los “nonos”, mis abuelos maternos.

    Al llegar tomé un taxi, y durante el trayecto pude admirar por primera vez a la deslumbrante Florencia.

    Y al fin estuve allí, en pleno centro histórico, frente al portón de un antiguo edificio de cuatro plantas.

    No le había comunicado a Maurizio que venía, había querido darle una sorpresa, pero ahora, al pie de la escalera de mármol, mi corazón fue un tumulto incontrolable  y temblando me pregunté: ¿cómo me recibirá?

 

2.

 

    Subí hasta el último piso y toqué el timbre. Me abrió la puerta una mujer gorda y de cierta edad, quien me hizo pasar  —después que lográramos entendernos— a un vestíbulo elegantísimo. Me dijo que era la señora que limpiaba, que Maurizio no estaba y no sabía la hora de su regreso. Al entender que yo era argentina pareció conmoverse: me ofreció un café y me aseguró que podía quedarme a esperarlo.

    Estuve sentada en un silloncito Luis XV durante más de una hora, inmóvil y sorprendida, hasta que ella, explicándome que su trabajo había finalizado, se marchó.

    Con asombro me dediqué a curiosear: nada era como yo lo había imaginado. Comprendí que ese hombre que me fascinara tanto cuatro años atrás era, en verdad, un desconocido. Me costaba ubicar aquel Maurizio que viajaba con su espectáculo trashumante, en este piso casi lujoso. Pese a la informalidad en el estilo, todo  —muebles, adornos, tapicería— era refinado, de buen gusto y caro. En su dormitorio, una alfombra en la cual mis pies se hundieron y un enorme armario empotrado con montones de ropa: camisas de seda, “suéteres” de todos los colores, y docenas de zapatos, de pantalones, de abrigos y de chaquetas.

    Cuando me cansé de curiosear, me entretuve hojeando los numerosos libros (grandes y con ilustraciones) sobre arte y fotografía, cine y teatro, Tantra y arte oriental.

    Después tuve hambre, y me interné en la amplia cocina de alacenas rojas, atiborrada de latas, paquetes de tallarines, quesos, y vinos finos en botellas primorosas.

    Y así fueron pasando las horas... 

     Muchas veces sonó el teléfono y también hubo un par de timbres, que por prudencia no contesté. 

   A mi ansiedad e impaciencia se añadió el aburrimiento. Miré televisión; escuché música; deseé darme un baño de inmersión, con esas sales perfumadas que había en los frascos de porcelana, pero ¿y si Maurizio llegaba cuando estaba en la bañera?

    Al llegar la noche sentí hastío y fatiga; me acosté, sin desvestirme, sobre un mullido sofá de gamuza negra; y no tardé en quedarme dormida.

 

 

3. 

 

    

     Me despertó un sol de fuego que entraba por las ventanas y demoré unos segundos en comprender donde estaba. Evidentemente, Maurizio no había venido a dormir. Luego de tomar el desayuno, me atreví a una rápida ducha, y enseguida recomencé la impaciente espera. 

    Los ruidos en la escalera me sobresaltaron muchas veces, provocándome anhelo... y decepción. 

    Y fue de nuevo dar vueltas por la casa..., y de nuevo resistir la tentación de husmear en sus papeles y en sus álbumes de fotos..., y de nuevo mirar televisión y hojear sus libros...,  y de nuevo tallarines con salsa de tomate.

    Almorcé..., merendé..., cené...  Sentada en la cocina, comenzaba a pensar que tampoco vendría esta noche, cuando oí la llave en la cerradura.

    Mi respiración se detuvo mientras lo escuchaba moverse por el vestíbulo y la sala...

 

    Ya debe haber visto mi bolso, abierto y desordenado junto al sofá... Debe estar intrigado...

    Estremecida, aguardo su aparición...

    Sus pasos se acercan por el pasillo...

    Al fin se asoma, sorprendidísimo, y grita ¡Violeta!... Me abraza..., nos reímos, hablamos los dos al mismo tiempo. 

—Mas, ¿cuándo arribaste?...

—No quise llamarte, quería darte una sorpresa...

—Estás bellísima, ¿qué te has hecho?... 

—Me encanta tu casa...

    Maurizio parece contento; sus ojos brillan, la piel de su rostro también. Me cuenta cosas mientras lo contemplo hechizada: esos ojos dorados..., esa sonrisa fosforescente..., esa manera de moverse..., esa manera de mirar..., esas manos morenas, que otra vez me acarician.

    Durante un tiempo sin tiempo nos relatamos los últimos cuatro años. Y todos los sentimientos de aquel verano en Javea retornan a mí, como un volcán incontenible que me abrasa...


    Cuando me di cuenta, estábamos ambos desnudos en su lecho, haciendo el amor furiosamente. Y yo estaba nuevamente atrapada en una pasión que casi había olvidado  y que, todopoderosa, me subyugaba.

  

4.

 

    Los primeros tiempos fueron de una fogosidad enardecida. Encerrados en su piso, hacíamos el amor a toda hora. Las únicas salidas eran para comer, ida y vuelta al restaurante; casi nunca un paseo que me permitiera conocer Florencia. Maurizio no parecía dispuesto a enseñármela, como tampoco a presentarme a sus numerosos conocidos, que saludaba a diestra y siniestra cuando transitábamos velozmente por las calles y las plazas. Pero al principio no me molestó demasiado que actuara de ese modo y tampoco busqué explicaciones: me bastaba con estar junto a él. 

    En diciembre, Maurizio fue retomando su ritmo de vida habitual, que implicaba salir y regresar varias veces durante el día. Ya no trabajaba vendiendo antigüedades: a la muerte de su padre  (dos años atrás) había heredado, ¡y una gran suma!  Pero actuaba en un grupo teatral de vanguardia, le apasionaba la fotografía y además tenía muchos amigos.

   Yo aprovechaba sus ausencias para conocer Florencia y pasearme deslumbrada por sus calles renacentistas, entre los palacios de piedra y mármol.

   Conocí sus rincones y espacios más bellos; visité basílicas, museos y galerías de arte; tomé innumerables “capuccinos” en sus bares; y me deleité mirando, desde el puente Vecchio, los reflejos ocres de la ciudad en el río.

    Pero mis paseos eran breves. Más de una vez el ansia por ver a Maurizio me impidió disfrutarlos, al pensar que quizás él ya estaba en casa, y yo mirando cuadros y estatuas, ¡en vez de mirarlo a él!

    Sí..., estaba pendiente de Maurizio: lo atendía, le cocinaba, lo seguía en embeleso de un cuarto al otro. Y a todos sus deseos accedía, desde prepararle platos complicados hasta cortar las uñas de sus pies.

  

5.

 

    Sin libros en castellano para leer y cansada de hacer turismo, cocinar o mirar televisión, pensé en fabricar muñecos. En el puente Vecchio estaba permitido vender por las noches, cuando cerraban las tiendas de plata y orfebrería. Y no se necesitaba mesa: bastaría con extender un paño en el suelo, como hacían los demás artesanos.

    Pero cuando le conté a Maurizio mis proyectos, se rió muchísimo… 

—¡Mas, Violeta!, ¿cuánto imaginas que ganarás vendiendo muñecos en el Puente Vecchio?... ¡Qué tontería!... Tengo dinero de sobra  —reía, mirándome divertido y burlón—. No necesitas trabajar...  Desde hoy dejaré siempre dinero en este jarrón. ¡Usa todo lo que quieras!

    Era demasiado tentador. Y acepté, con timidez al principio, con más soltura y desenfado después. 

   Maurizio no me ponía límites y él mismo alentó mi afán consumista cuando empezó con sus regalos de lujo… En nuestras escasas salidas juntos, a comer o a un cine, solía detenerse delante de los escaparates de Vía del Corso  y me sugería comprar algún vestido de tela insinuante, o algún camisón de raso,  o ropa interior negra de seda y encaje. Yo titubeaba, pero enseguida, una curiosa sensación, como de embriaguez, me hacía decir que sí. Y con rapidez me entregué a ese juego, gastando en ropa y en cosas frívolas sumas exorbitantes.   

    A veces me costaba reconocerme: ¿era yo esa chica elegante y sensual que me miraba desde el espejo? Y se lo preguntaba a él. Y él, riéndose y abrazando por la espalda a la chica del espejo, le decía con mirada lúbrica:

—¡Eres una diosa!

 

6.

 

    Durante el invierno fue agravándose mi molicie, y mi dependencia emocional de Maurizio también. Sólo abrigaba un deseo: tenerlo cerca. Y como Maurizio no tenía horarios fijos, dejé de salir, excepto los inevitables recorridos por las tiendas de comestibles.

    Dediqué aún más tiempo a mirar películas por televisión, a leer revistas de historietas (que compraba a montones) y a cocinar. Maurizio venía siempre a comer, aunque sus horarios caóticos me obligaban muchas veces a esperarlo con la mesa puesta, sobre todo por las noches, cuando tenía ensayos con su grupo de teatro.

    Que no me permitiera compartir sus actividades no me agradaba: hubiera querido acompañarlo a todos lados. Pero él deseaba mantener su independencia y yo, acostumbrada a ese estilo de relación desde que estaba en Europa, lo aceptaba con resignación. En parte era razonable: me había dicho que no se admitían espectadores en los ensayos, y que cuando sacaba fotos necesitaba estar solo para concentrarse. En cambio, que no me presentase a sus amigos me molestaba mucho, aunque Maurizio siempre acallaba mis protestas y demandas con celosas justificaciones.

—¿Cuándo vas a presentarme a tus amigos? —le preguntaba una y otra vez.

—No tengo ganas, pequeña mía, porque si te ven mis amigos querrán comerte — era una de sus habituales respuestas.

    Sus celos me cautivaban, me complacían… y por algún tiempo dejaba de protestar.

    A veces intentaba, con un tremendo esfuerzo, emprender una u otra actividad. Una tarde, por ejemplo, asistí a una conferencia sobre Psicosíntesis. Y por supuesto la desaproveché: todo el tiempo distraída e impaciente por correr a casa y estar junto a él.

    Una noche, después de hacer el amor, me quejé (y no por primera vez): ¡necesitaba hacer alguna cosa!

—¡Ah!, mi pequeña insatisfecha  —susurró Maurizio mientras acariciaba mi espalda—.  ¿Estás sufriendo, acaso?

—No..., la estoy pasando muy bien, pero no me gusta tanta vagancia.

—¡Ah!, lo sé..., lo sé... Ya pensaremos en algo que puedas hacer.

    La conversación terminó allí, porque Maurizio empezó a besarme. 

    Y las cosas siguieron igual.

 

7. 

 

    Maurizio me había iniciado en la práctica del Tantra, asegurando que lo practicaba con maestría. Era una ceremonia de lentos rituales y sutil erotismo, con luz de velas, exótica música de fondo, y aromas de sándalo en el aire y sobre nuestra piel.

    Yo ignoraba si este ejercicio del Tantra era riguroso o apenas un juego de rituales; más de una vez me pareció que tenía mucho de juego. Sin embargo, en algunas ocasiones me dejaba cargada con una energía casi eléctrica durante varias horas. Y no era una sensación agradable: me ponía nerviosa..., me alteraba.

    Una madrugada, después de una larga sesión erótica-mística, tuve una extrañísima experiencia...

    

   Nos hemos sentado de nuevo frente a frente. Las velas centellean, reflejándose en su piel. Hay un aroma a mirra y sudores mezclados. Y este hormigueo en mi cuerpo, inquietándome...

    De pronto, su rostro se altera, sus rasgos se deforman... Veo un rostro de orgulloso cinismo... y ahora otro de lujuriosa sensualidad... y uno de absoluta soberbia... y ahora otro más... y otro... y otro...

    Con creciente velocidad un rostro se añade al otro, como si fueran máscaras transparentes..., hasta que de nuevo es un único rostro, que contiene a todos los demás. Un único rostro..., extremadamente cruel, vicioso y repulsivo, que me horroriza.

    Aterrada, me levanto y voy al cuarto de baño. Me mojo la cabeza y las manos. Me miro en el espejo y ... ¡oh!..., mi cara está disolviéndose... Y ya no es la luz difusa y engañosa de las velas, sino una luz frontal e intensa.

    Me veo..., en una sucesión de imágenes que se superponen..., que desfiguran mis facciones con sombras y brillos grotescos..., en una atroz caricatura..., pecaminosa..., abominable...

 

    Después de unos minutos mirándome, grité y estallé en llanto…

    Maurizio vino al baño.

—¡Violeta..., tranquilízate!... ¿Qué te ocurre?... —decía, mientras me llevaba a rastras hasta el dormitorio.

    Le conté como pude, entre sollozo y sollozo,  lo que había visto. Me dijo que yo estaba con un exceso de energía, que con el Tantra ocurrían estas cosas, que no debía preocuparme.

    Sin embargo, vislumbré algo revelador en lo sucedido, aunque estaba muy lejos de comprenderlo todavía.

 

8.

 

    Con la llegada de la primavera, las actividades de Maurizio se multiplicaron. Se ausentaba con más frecuencia  y volvía más tarde por las noches.  Las pocas horas junto a él ya no compensaban el vacío de mis demás horas.

    Con cierta alarma, empecé a percibir algo erróneo, nocivo, enfermizo, en nuestra relación. No lo veía cuando él estaba cerca, porque su seducción complaciente me enceguecía; pero cuando él no estaba, diferentes recelos e inquietudes me atormentaban. 

  Y le manifestaba, otra vez, mi descontento...

—Maurizio, estoy disgustada conmigo misma  —le dije una noche, mientras se afeitaba—,  y no sólo por la vagancia...

    Me miró con curiosidad por el espejo.

—Ya no medito ni hago práctica espiritual ninguna  y ...

—¡Mas, Violeta! —me interrumpió—, ¡con las experiencias que tú has tenido no necesitas seguir practicando!

    Y en un breve discurso lisonjero exaltó mis virtudes. Por supuesto, sus palabras contentaron a mi vanidad, aunque al mismo tiempo sabía que eran equivocadas.

    Intenté decírselo:

—Vidya-das nos enseñó que enorgullecerse por experiencias que todos podemos tener, sirve únicamente para agrandar el ego.

—¡Bah!..., esa historia del ego —replicó con un rictus desdeñoso—. No hagas caso a todo lo que dicen los “gurúes”.

    Y con rapidez terminó de acicalarse... y se fue a uno de sus ensayos.

    El vacío me traspasó..., en mi boca hubo un gusto agrio... Y deambulé por la casa sin ganas de nada... Traté de conectarme con mi Maestro Interno, pero fue imposible. En realidad, no había podido conectarme con él desde que llegara a Florencia.

    Decidí bajar a la calle…

    La plaza de la Signoría rebosaba de gente. Y en medio de esa multitud me sentí terriblemente sola... ¡Ni un amigo o amiga en Florencia!

    Entré a uno de los bares a tomar un “capuccino”; y después me alejé de la plaza en dirección al puente Vecchio.

    Apoyada sobre el pretil del puente, me puse a contemplar el río... Y comprendí, por primera vez con claridad, que Maurizio se había convertido en mi centro, en mi eje… y que yo giraba en torno de él... Me había perdido a mí misma... Sólo Maurizio reinaba en mi universo.

    Mientras así reflexionaba, pude ver su rostro hechicero que parecía dibujarse sobre las aguas oscuras del Arno...  

    Entonces, sentí lo mismo que sentía en su presencia: una pasión que me subyugaba, que me poseía, que me encadenaba...

    Y durante el camino de regreso a su casa, algo angustiada me pregunté: ¿qué estoy haciendo con mi vida?  

 


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