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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 4 - La Emperatriz

 LA EMPERATRIZ

 


1.

 

    Lupe tenía un piso enorme y luminoso en el Barrio del Carmen, en la zona antigua de Valencia. Allí vivía con sus dos niñas, un perro, varios gatos, y numerosos amigos y amigas que la visitaban permanentemente.

    A mí me ubicó en una habitación pequeña, desde cuya ventana se veían techos de tejas y una gran franja de cielo.

    Lupe irradiaba afecto:  sus grandes ojos brillaban siempre con amabilidad y su alegre risa de campanillas reverberaba por la casa a cada momento.

    Era pintora, y en los últimos años sus cuadros habían empezado a venderse bien. Grandes y coloridos, con muchas figuras, sobre todo de niños, y bellos paisajes luminosos de fondo; producía bienestar contemplarlos. La misma Lupe lo hacía a menudo, porque amaba sus pinturas…

  Claro que no tanto como amaba a sus hijas, ¡las niñas!...  Adriana, de siete años, y Natalia, de cuatro; quienes también la adoraban. Cuando no estaban en la escuela, revoloteaban alrededor de ella, ayudándola a cocinar y limpiar, con sus cacerolitas y sus escobas en miniatura, o dibujando y pintando en su taller. Por las noches, después del baño y de la cena, ya en la cama, la escuchaban embelesadas mientras Lupe les leía “El principito” o “Alicia en el país de las maravillas”.

    Su casa era como un hogar para todos, y los visitantes afluían de la mañana a la noche. Y no porque Lupe les dedicara mucho tiempo: durante el día, al menos, apenas se dejaba ver. Aparecía para recibir a los que llegaban; o para intervenir en una conversación interesante; o para pedir a los que ponían música en la sala: “Oye, poned Pink Floyd o Supertramp”, que eran sus favoritos.                                              

    Por las noches, en cambio, luego de que las niñas se durmieran, Lupe se convertía en una magnífica anfitriona. Las veladas se prolongaban hasta bien tarde; y algunas veces había recitales, improvisados por sus amigos músicos.

                                                      

2.


   ¡Cuán acertada la intuición que había tenido en Compostela!  La casa de Lupe era el sitio más divertido del mundo, y yo estaba encantada con todo: con Lupe, con sus niñas, con sus amigos, y también con Valencia.

   ¡Valencia!: ciudad afable y acogedora, ciudad sin prisas, de luz y aromas mediterráneos, de habitantes joviales y hospitalarios.

    Los primeros días Lupe me orientó acerca de usos y costumbres valencianas,  y no tardó en orientarme respecto a muchas otras cosas. Un día, por ejemplo, decidió que yo debía renovar mi guardarropa.

—Te vistes demasiado seria, Violeta…, demasiado azul, negro y gris... ¡Colores, mujer, colores! Mírame a mí...

    Ella estaba vestida con unos pantalones a rayas de color rojo y una blusa que parecía un cuadro de Picasso. Era un conjunto algo estridente, pero le quedaba bien, como todo lo que se ponía. Había en ella tanta gracia y encanto que siempre se la veía hermosa.

    Fuimos a su dormitorio, una armónica mezcolanza de estilos y de tonos; y allí abrió el antiguo armario de roble, y se puso a revolver y a sacar una prenda tras otra. Las acercaba a mi cara, juzgando si me quedaban bien o no, y me decía:

—Mira, te  lo pruebas…, y si te sienta es tuyo.

    Su generosidad conmigo era, a veces, excesiva. Al ayudarme a decorar mi cuarto me facilitó una preciosa alfombra, suave y esponjosa. Le confesé que temía estropearla y para que no me preocupara me la regaló. 

    Lo único que podía criticársele a Lupe, quizás, era su actitud excesivamente protectora. Además de madre de sus niñas, era también un poco la madre de sus amigos. Y desde el principio me hizo saber, de muchas maneras, que podía contar con ella incondicionalmente.                                            

    Una mañana, mientras preparábamos el almuerzo en la cocina, me dijo:

—Oye…, quiero que sepas algo… Las niñas y yo nos hemos encariñado mucho contigo, así que puedes quedarte aquí todo el tiempo que te apetezca.

    La abracé conmovida… Y pensé que podría quedarme para siempre.

 

3.

 

     Una tarde estábamos las dos en la sala, sitio ideal para las confidencias: alfombras y sillones mullidos,  plantas y cuadros en abundancia,  y ese aroma tan peculiar, mezcla de sándalo y pintura al óleo. Escuchábamos a Pink Floyd…  Lupe cosía ropa de las niñas y me contaba cómo habían sido sus relaciones amorosas.

    Se había separado de su marido, un abogado de Madrid, tres años atrás; y aseguraba que su matrimonio había sido un desastre, un verdadero suplicio, y las niñas su única alegría durante esa época. Ahora estaba enamorada de Paco, un chico de Zaragoza, que trabajaba como maestro de escuela y era escultor en sus ratos libres.

—Mira, desde que me separé he salido con muchos tíos, pero éste es el que me gusta más, ¡es majísimo! —me confesó, sin dejar de coser—. Y no quiere avasallarme, como hizo el pesado de mi marido... Claro que él era de la vieja generación.

—Por lo que veo, los jóvenes son muy diferentes. 

—Pues sí, es otra mentalidad… Los españoles hemos cambiado mucho en los últimos años.

   Lupe dejó de coser y sus ojos me miraron, vivaces y afectuosos.

—¿Y tú,  qué?... ¿Es que no te gusta ninguno?

—¡Me gustan varios!  —me reí.

    Yo estaba hecha una coqueta, por primera vez en mi vida. Había sido una adolescente seria y estudiosa,  novia a los dieciocho y casada a los veinte. Y después de separarme, de nuevo “adolescente” en casa de mis padres.

    Ahora me recreaba en el juego delicioso y frívolo de la seducción, de las miraditas y las sonrisitas, de las sugestiones y las atracciones, aunque manteniéndome casta todavía.

—Pero hay uno que me gusta más que todos: Pau.                                              

—¿Pau? ... Es un chaval muy majo..., quizás demasiado introvertido. Cuéntame.

—No tengo mucho para contar… Hay atracción, y siempre nos miramos de un modo especial, pero nunca estamos a solas  y él nunca hace nada para acercarse a mí.

    Pau era un chico de mi edad, algo melancólico, cuyo rostro alargado, de ojos lánguidos, me hacía recordar a los personajes de los cuadros del Greco.

—¿Y por qué no te acercas tú?

    La miré espantada.

—¿Yo?

—Hija, tú eres muy a la antigua. A mí, cuando me gusta un chaval, pues... ¡se lo digo!

—¡Ay, Lupe, nunca podría hacer eso! En la Argentina son ellos los que dan el primer paso, no estoy acostumbrada.

—Pues tendrás que acostumbrarte, si quieres ligar alguno...

 

4.

 

    Con el intento de seguir los consejos de Lupe, hice una visita a Pau en el piso que compartía con varios amigos, en la zona de Russafa. Uno de los chicos me abrió la puerta, y me hizo pasar a una sala donde había muchas sillas destartaladas y dos percheros con un montón de abrigos. Pau vino en seguida.

—¡Hola!  ¿Me buscabas a mí?  —preguntó algo sorprendido.

—Vengo a verte porque quiero grabar unos casetes de Génesis y Lupe me dijo que  seguro los tienes.

—Tengo todo Génesis —sonrió tímidamente—.  Puedes copiar lo que te apetezca.

    Fuimos a su cuarto, enorme y lleno de objetos; y mientras los casetes giraban en el grabador, nos empezamos a conocer.

—Estudio arquitectura para contentar a mi padre, si bien no me disgusta, pero lo primero para mí es la música...

    Pau tocaba el clarinete, a solas y en un grupo; y daba clases de música a domicilio, para completar la ayuda que recibía de su familia. 

   Pasamos toda la tarde conversando. Y nos hicimos amigos.

   Desde ese día fueron y vinieron en préstamo discos y casetes; y cada vez que nos veíamos nuestra comunicación se profundizaba. Descubrimos muchas coincidencias: en nuestros valores, en nuestra manera de sentir, en nuestra historia personal.

—Mi padre es un autoritario y mi madre, sometida por él.

—¡Con mis padres pasa lo mismo!

    Pau era inteligente, sensible, gentil… Y además de la atracción romántica, me gustaba como persona.  Lo quise enseguida, como se quiere a un hermano o a un amigo del alma… Y de hecho, en eso nos convertimos. Había como una barrera que no podíamos cruzar,  ambos parecíamos muy cómodos así,  y yo dudaba que la cruzáramos alguna vez. 

    Pero la indefinición con Pau no me molestaba demasiado. Era una época tan excitante, tantos los encuentros y los eventos, tan grande mi bienestar y mi alegría, que el posible romance con Pau era sólo algo más entre muchas posibilidades emocionantes. Fines de semana grupales, en el monte o en el mar; noches en los “pubs”, tomando absentas; reveladoras conversaciones íntimas con unos y con otras; y varios caballeros, además de Pau, con los que flirteaba.

    La vida era un maravilloso torbellino en el cual giraba, libre y feliz… No tenía apuro por emparejarme con nadie.

                    

5.

 

    Una tarde, al entrar al taller de Lupe, me asombré ante una nueva faceta de su creatividad.

    El taller era una habitación con grandes ventanales por los cuales entraba una luz solar deslumbrante, tan deslumbrante como los colores de sus cuadros, que cubrían totalmente las paredes.

     Lupe estaba sentada en el suelo, rodeada por cabezas de papel “maché”, cuerpos de seda y algodón, armazones de alambre...

—¡Lupe! ¿Qué hacés?

—Títeres…

    La observé, con admiración, doblar un grueso alambre al que luego cubrió con tiras de un material plástico, dejando así armado el esqueleto de una rana.

—¿Quieres ayudarme?  —preguntó mientras vestía al esqueleto.

—No creo que pueda: siempre fui una inútil con las manos.

—¡No digas tonterías! Cualquiera puede hacer cosas con las manos,  es sólo cuestión de proponérselo... ¡Vamos, anímate!                                          

    Estuve ayudándola con otra rana, y después con unos conejos. La tarde se me pasó sin darme cuenta, encantada con lo que estaba haciendo. Y Lupe me propuso que continuara colaborando los días siguientes. Natalia estaba por cumplir años y le haría una fiesta con función de títeres. Era su costumbre, y como en cada cumpleaños representaba una obrita diferente, cada vez tenía que hacer muñecos nuevos.

    Acepté el desafío. Lupe me alentó a crear mis propios modelos, dándome libertad y confiando en mi gusto. Mi primera creación fue un pequeño dragón verde, con ojos amarillos y lengua roja de terciopelo. También colaboré en el guión del espectáculo  y en la escenografía.

    Una noche, mientras dábamos los últimos toques al decorado, le pregunté:

—¿Te parece, Lupe, que todos somos potencialmente creativos?

—Pues yo creo que sí,  —contestó, dando pinceladas de rosa y lila a unos techos de cartón— aunque nos educan de tal manera que lo impiden. Pero vamos, se trata de tener confianza y abrir esa capacidad.

    Yo estaba pintando unas flores gigantes, y no me agradó cómo quedaron.

—¿Y si el resultado es un mamarracho?

    Lupe se rió, asegurándome que las flores no estaban mal.

—Mira, Violeta, lo estupendo es el acto de creación en sí... No se trata de que todos sean pintores o poetas... Pero cada cosa que haces, puedes hacerla: o bien mecánicamente,  repitiendo lo que te han enseñado, o bien en forma creativa, aportando lo tuyo.

    Y mientras pintaba de verde esmeralda un tronco de árbol, añadió:

—Verás que hasta lo más aburrido se vuelve una gozada, si lo haces creativamente...

    El resultado de mi práctica con los títeres fue que abrí nuevos espacios de creación en mi vida. Y cuando Lupe, preparándose para una exposición, se abrumó de trabajo, asumí la tarea de cocinar, que nunca antes me gustara.

    Comencé repitiendo los platos aprendidos de mi mamá, y de a poco me fui entusiasmando e inventando combinaciones nuevas. Tenía como estímulo a la huerta valenciana, que abunda en hortalizas y frutas. Algunas mañanas salía temprano… y regresaba trayendo el carrito bien cargado y colorido, con verdes, rojos, naranjas y morados. Y enseguida era ponerme a improvisar, incorporando nuevos ingredientes a viejas recetas y mezclas tradicionales a recetas nuevas. Así, mi alquimia culinaria produjo extrañas aunque deliciosas invenciones, como unas espinacas a la Rossini o unos canelones de queso con salsa de calabaza.

                                                 

6.

 

    Después de algunos meses vertiginosos y divertidos, empecé a cansarme del flirteo, vano, poco fecundo, y quise enamorarme. Casi todos mis galanes iban perdiendo su atractivo inicial a medida que los conocía más; el único que permanecía invicto era Pau. Me gustaba mucho, y lo quería muchísimo, pero estaba esa inexplicable barrera. Cuando lo conversaba con Lupe se reía y exclamaba: “¡si parecéis unos críos!”, e insistía en que yo diera el primer paso. Pero yo no me animaba...

   Y así llegó la primavera. Las salidas en grupo y, en consecuencia, las ocasiones para ver a Pau, se hicieron más frecuentes.

  Una noche, estaba dándome los últimos toques con el peine frente al espejo del vestíbulo.  Estrenaba un vestido largo en tono turquesa, comprado en un mercadillo…, y me contemplaba, encantada con la imagen que el espejo me devolvía: figura de junco, rostro ovalado, ojos como almendras, largos cabellos color de avellana...

 

    “Pau dice que mi rostro parece antiguo” pienso, haciendo muecas y sonrisas...

    Ahora se asoma Lupe: 

—¡Estás guapísima!,  pero deja ya de admirarte y salgamos de una vez...

    La cita es en la Plaza de la Virgen. Y vamos andando sin apuro. Hay mucha animación en las calles, y un delicioso aroma a flores de azahar.

    Al llegar a la plaza veo la fuente, grande, magnífica…, y el agua que mana, reflejando las luces como si fuera de cristal.

    Muchos chicos y chicas están reunidos alrededor de la fuente, formando pequeños grupos. Pau está sentado sobre el borde…, y después de besar y abrazar a unos y a otras, me aproximo a él.

    Me saluda y elogia mi vestido. Y Lupe me cuchichea al oído “¡A ver si te atreves de una vez!”

    Vamos al cine,  y a cenar. Luego volvemos al barrio del Carmen, a la zona de los “pubs”. Por el camino nos encontramos con amigos y conocidos. Y nos detenemos a conversar, una y otra vez.

    Estoy todo el tiempo pendiente de Pau.  Cuando miro su mechón lacio sobre la frente,  sus ojos sensibles,  su sonrisa melancólica,  siento unos fuertes deseos de tocarlo,  de acariciarlo. Lupe tiene razón, parecemos dos niños… ¿Hasta cuándo esta cosa indefinida?

                                                         

7.

 

    Entramos en un “pub” saturado de jóvenes y de humo, con escasa ventilación y música estridente. Nos ubicamos como podemos, buscando sillas libres por todo el local. 

—¡Pau! —lo llamo, desde un extremo de la mesa, que es muy larga, hasta el otro. Se levanta y se acerca, amable como de costumbre.

—¿Te gusta este lugar?

—Sí...  ¿Por qué..., a ti no?  —pregunta algo desconcertado.

—No, me gustaría ir a un sitio menos ruidoso. ¿Me acompañarías?

—Pues... —se encoge de hombros, con una sonrisa tímida—. ¡Vale!

    Le aviso a Lupe que nos vamos y ella, riendo, me repite que debo actuar.

    Salimos…  y deambulamos de un sitio a otro. Ninguno me gusta. Pau comenta que estoy caprichosa, pero se deja llevar.

    Es una noche tibia, estrellada,  y mucha gente se pasea como nosotros, charlando y riendo. Al fin encontramos un lugar bastante tranquilo, cerca de la calle San Vicente: sus paredes están cubiertas de cuadros  y un piano suena agradablemente. Nos sentamos a beber cerveza.

    Pau me cuenta un asunto relativo a sus estudios, pero lo escucho a medias. Estoy enfrascada en mirarlo, con secretos anhelos.

—Pau..., me gustaría oír tu música.

    Sonríe, algo pálido. Y con voz apenas audible:

—¿Te apetece que vayamos a mi casa?

    Afirmo con la cabeza. Y después de comprar más bebida para llevar, nos dirigimos a su casa, caminando lentamente. Pau ha dejado de hablar y ahora soy yo la parlanchina: no enmudezco hasta que llegamos a su portal. Mientras subimos la escalera estoy por tomar su mano varias veces, pero me contengo.

    El cuarto de Pau es grande y está repleto de objetos: libros, discos, partituras, pósteres, instrumentos y equipos musicales. La cama sirve de sofá y hay una gran alfombra descolorida, que alguna vez fue persa, cubriendo buena parte del piso.

    Pau acomoda un par de cosas antes de ponerse a tocar; y yo voy en busca de vasos a la cocina.

    Al volver me recuesto sobre la alfombra, apoyada en una pila de almohadones. 

    Y empiezo a escuchar a Pau… Su música es como él: delicada, melancólica, despierta añoranzas.                                        

    Lo veo hermoso. Su cabeza lleva el ritmo suavemente,  y su sensibilidad aflora en cada uno de sus gestos. 

    “¡Ay, Pau, qué ganas de besarte!” pienso y siento, una y otra vez.

    Luego de un tiempo interminable, deja de tocar. Guarda el clarinete... Pone un casete de Alan Stivell... 

    Se sienta a mi lado. Y nos dedicamos a beber cerveza, en silencio...  Pau se sirve más, hace oscilar la espuma, juega con el vaso...

    Recuerdo los consejos de Lupe. Y tomo impulso... Me inclino hacia él. Le doy un rápido beso en los labios.

    Responde con dulzura… y nos besamos largamente.

    Después me aparto y lo miro...  Me mira... Su rostro está encendido, sus ojos luminosos...

 

    Al fin se acerca,

    me abraza,

    nos abrazamos...

    Y comenzamos a acariciarnos,

    a unir nuestras manos,

    nuestros cuerpos,

    a fundirnos en una danza suave y lenta,

    como ramas de sauce mecidas por el viento.

 

8.

 

    El encuentro amoroso con Pau no alteró demasiado mi ritmo habitual. Continué disfrutando de mi vida en lo de Lupe, de mis amigos y amigas, de los paseos grupales, y también de la cocina.

    Pero abrir la intimidad más íntima con él, agregó a mi bienestar algo que le faltaba. Mi vida fue aún más maravillosa, con Pau completándola.

    Y sentí Plenitud.


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