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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

Capítulo 18 - La Estrella

 LA ESTRELLA

 

 

 

1. 

 

    Comunicarme con mi Maestro Interno me serenó. Sin embargo, la gran crisis había dejado secuelas: me sentía pesimista, descorazonada, sin confianza, sin fe. El futuro se presentaba como algo incierto y poco estimulante.  No podía ver más allá de lo conocido...  y lo conocido parecía no atraerme más.

    Me resistía a volver a Valencia, razonando que había estado demasiado tiempo allá y que era, quizás, el momento de ir a otro sitio. Claro que ni sabía cuál, ni hubiera podido asumir los riesgos y desafíos de un lugar nuevo. Y en cuanto al trabajo: estaba harta de fabricar muñecos, pero no vislumbraba ninguna otra posibilidad.

    Y así andaba, rumiando mi desesperanza por las calles de Barcelona, sin saber qué hacer ni a dónde ir. 

 

2.

 

    Una mañana, deambulando por las calles de Gracia, pasé delante de una librería. Y pese a que no estaba muy lectora en los últimos tiempos, sentí un fuerte impulso por entrar. Fue un puro ímpetu, algo irreflexivo, como si me estuvieran empujando...

 

    ¿Qué hago entrando en esta librería?... Si no tengo ganas de leer... Es un negocio pequeño, con estanterías de madera oscura hasta el techo. Parece una librería de antaño; y también lo parece el vendedor, ¿o será el dueño?, con sus gafas de montura dorada y su bigotito gris. Respondo a su solicitud pidiéndole permiso para mirar.

    Mis ojos recorren las mesas y los estantes... Una repisa, en el fondo del local, me atrae magnéticamente... Me acerco... Hay libros de todos los colores. Uno de tapas doradas se destaca entre los demás, reluciente.

    Estiro mi mano, lo saco del estante..., lo abro en una página cualquiera. Y allí, con letras que parecen guiñarme, leo:

 

                     Tu desesperanza y falta de fe te impiden remontar el vuelo.

 

    Impresionada, releo la frase una y otra vez... Es como si estas palabras hayan sido escritas para mí…,  ahora.

    Le digo al vendedor que me lo llevo; y después de pagar, salgo con el libro fuertemente apretado entre mis brazos.


    Fui a un bar, y me senté a hojearlo con embeleso. Se trataba de una antología anónima de enseñanzas espirituales, redactada en forma de cartas al lector.

    Y a partir de entonces, el milagro se repitió: bastaba abrir el libro al azar,  para encontrar el sabio consejo que necesitaba oír en ese preciso momento.  

    Así que me habitué a comenzar el día con la lectura de una carta. Y mi libro mágico me confortó en esos tiempos de convalecencia.

  

3. 

 

    Los días se deslizaban, monótonos y perezosos. Continuaba sentándome durante horas en las Ramblas, junto a los puestos de flores y de pájaros, mirando pasar la gente y tratando de imaginar el futuro. Había en todo menos lobreguez ahora: Barcelona me parecía más agradable y familiar.

    Y una tarde divisé, con gran alegría, una figura muy conocida que se acercaba: gordita, corto cabello negro, ojos como ciruelas oscuras. ¡Amparo! Al verme pegó un grito y se abalanzó hacia mí, abrazándome con fuerza.

    Amparo había venido a Barcelona a ver a su familia y a comprar mercadería. Nos contamos muchos meses de vida, y le confesé mi desaliento. Ella intentó ayudarme con algunas sugerencias, desde cómo ganar más con los muñecos (aunque dedicándoles menos tiempo), hasta cómo trabajar con el Tarot profesionalmente.

—Eso no lo veo todavía, Amparo..., quizás más adelante.

—¡Qué pena que no te atrevas!... Ya te lo he dicho: eres muy buena con las cartas.

    Amparo me invitó a regresar a Valencia en su coche y a hospedarme en su casa hasta que se me aclararan las cosas.  Vacilé...  y finalmente contesté que no,  pese a que trató de convencerme con muchos argumentos.

    Cuando nos despedimos y volví al hostal, estaba anocheciendo:  las luces de la ciudad se fundían con las últimas luces diurnas. Y mientras caminaba ensimismada escuché, con sobresalto, a mi Maestro Interno. Era la primera vez que se comunicaba conmigo en plena calle y también la primera vez que me amonestaba.

 

                     ¡Hay que aprender a reconocer las señales!

 

    No dijo nada más, ni siquiera cuando ya en mi cuarto, sentada sobre la almohada, le pedí más explicaciones. Pero a la mañana siguiente tuve una enorme sorpresa: al abrir mi libro mágico, descubrí una carta donde se hablaba de las señales o “signos del cielo”.

    Decía que las señales son como llaves que abren puertas. Nos indican algo que necesitábamos saber; nos conducen en una u otra dirección; y suelen anunciar sucesos de gran significación para nuestra vida. Hay que descubrirlas, porque se presentan bajo diferentes apariencias. Quizá en el encuentro con una persona que nos muestra o nos dice algo importante; o en los sueños e intuiciones; o en esos impulsos inexplicables por hacer algo insólito o imprevisto.

    Al cerrar el libro me puse a recordar muchos sucesos... Conocer a Simón en Toledo me había introducido a un conjunto de conocimientos nuevo y maravilloso, además de relacionarme con María de Ouro. María me había iniciado en el Tarot y en el descubrimiento de la Intuición, además de presentarme a Lupe. Y después de recibir su ayuda, al llamarla desde Londres, me había topado con aquella iglesia donde me fuera mostrada la Oración. ¿Y ese brillo en el mapa por el cual fui a León, y que me permitió conocer a Daniel, a la meditación y a mi Maestro Interno? ¿Y la forma en que hallé mi libro mágico?... Señales y más señales, en todas sus variantes, aparecían a lo largo de mi vida.

    Cuando bajé a desayunar, estaba tan pasmada por estas revelaciones, que tropecé en la escalera, me quemé con el café  y me olvidé la cartera en el bar.

    Y al irme a pasear por las calles de Barcelona, había en mí una nueva y fundamental pregunta:

    ¿De dónde provienen las señales?

  


4.

 

    Mi Maestro Interno no me respondió, y tampoco encontré más referencias a las señales en mi libro mágico.

    Una tarde subí al Montjuic. Barcelona quedó abajo, envuelta en una neblina grisácea, y aunque había muchos turistas, me sentí como si estuviera sola. Anduve paseando un rato y luego me acomodé en un sitio apartado, detrás de unos arbustos.

    Después de sentarme con las piernas cruzadas, me puse a respirar profundamente durante algunos minutos. El aire era fresco y puro... 

    Ensimismada cerré los ojos y rápidamente entré en meditación.

 

                 Todo está quieto..., también mi mente.

                 Escucho al viento... y a las hojas, que vibran.

                 Lentamente, unos sonidos se funden con el viento,

                 como si fuera un coro en la vastedad cósmica.

                 Hay sones sutiles..., ecos...,

                 y voces que salmodian...

 

                  Nos enviamos las señales.

                  Nos te amparamos y conducimos.

                  Somos tus Guías,

                  tus Consejeros Invisibles.

                 Somos...

                 tus Protectores Cósmicos.

 

 

5. 

 

    Desde esa tarde en el Montjuic, los Protectores Cósmicos fueron muy reales para mí.

    Y la Fe retornó, más grande que antes. Y el Camino fue, de nuevo, nítido y luminoso.

    Sólo me faltaba aclarar si regresaba, o no, a Valencia. El encuentro con Amparo me parecía una señal confusa. ¿Implicaba que debía volver..., o que debía dedicarme profesionalmente al Tarot..., o ambas cosas?

     Una noche, mientras rezaba, pedí una nueva señal para esta cuestión. Y me dormí sabiendo que mi plegaria sería respondida.

    Y así fue. Tres veces me topé con el milagro, con el mágico asombro que produce descubrir una señal. En mis vagabundeos al azar por las calles de Barcelona, hallé una mercería de nombre “Valencia”,  un bar llamado “La Valenciana”  (en el cual, algo conmovida, me tomé un carajillo) y muchos carteles, recién pegados, anunciando una importante corrida de toros en Valencia. Y estas tres señales, en el breve lapso de dos tardes, poco después de haberlas pedido.

    Ahora estaba muy claro. Y regresé.

                                                        

6.

 

    Al llegar fui directamente a lo de Lupe, contentísima por estar allí  y sintiendo nuevamente que Valencia era mi hogar, al menos mientras estuviera en Europa.

    Me acomodé provisoriamente en el cuarto de siempre, con la idea de buscar un piso en alquiler. Y pedí a mis Protectores Cósmicos ayuda para encontrar un lugar.

    Unos días después, me desperté con muchas ganas de ir al Mercado Central. Era lejos de la casa de Lupe, podía hacer las compras más cerca... Pero el impulso era fuerte e inconfundible: ¡tenía que ir, esa misma mañana, al Mercado Central!

    No había estado allí desde que me separara de Pau, y me emocioné un poco al entrar y ver el vasto recinto abarrotado de puestos.

    Anduve un rato mirando; y cuando estaba comprando frutas, se acercó a saludarme, muy cariñosa, la dueña del ático. Doña Francisca era una señora bastante mayor, gruesa y bajita, con mofletes como manzanas coloradas. Expresó pena por el fracaso de mi matrimonio con Pau (él se había ido un mes después que yo, diciéndole que íbamos a divorciarnos)... 

  Le pregunté por el ático…  

—Pues mire, desde que lo dejasteis, no me he decidido a alquilarlo. Ya sabe usted como están las cosas... y yo no le alquilo a cualquiera.

—¿Y a mí?

—Pues sí, hija, claro, a usted se lo doy ya mismo.

    Esa misma tarde tuve la llave; y en los días siguientes fui recolectando lo que necesitaba. Entre lo que tenía guardado en casa de Lupe, unos muebles que conseguí prestados, y algunos pocos objetos más que compré, pude acomodar el ático. Y quedó precioso.

 

 

7.

 

    Después de instalarme, estuve muy ocupada confeccionando muñecos para las fiestas de fin de año.

    Por las noches yacía largo tiempo a oscuras, mirando parpadear las estrellas a través de mi ventana. Y a menudo tenía inspiradas visiones: felices encuentros futuros y nuevos aprendizajes me aguardaban...

    El saberme guiada y protegida me infundía optimismo y confianza. No estaba sola... ¡No estamos solos!... Vibramos en sintonía con Seres más grandes. 

    Y así, acunada por las estrellas, me adormecía. 

 

 

 

 


 

 

 


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