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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

lunes, 30 de septiembre de 2019

Cuando el arte invita a la reflexión: temas existenciales y espirituales en novelas y películas (10)

“Everest” o ciertos aspectos curiosos de nuestra condición humana

    En este film bastante reciente se reproduce una tragedia real ocurrida en el año 1995, cuando varios montañistas murieron al descender de la cima más elevada del mundo, entre ellos los líderes de dos organizaciones de renombre que se habían especializado en organizar subidas al Everest para no profesionales del montañismo. Más allá de culpas y culpables, que la película no soslaya (como subir aunque el pronóstico prevea tormenta, fallos en la organización y demoras debido a la gran cantidad de gente que escala al mismo tiempo), las dificultades y los riesgos del ascenso están bien planteados. Para un ser humano, por mucha preparación previa que tenga, las etapas finales antes de llegar a la cima se parecen a un martirio. Por encima de los ocho mil metros e incluso bastante antes, el cuerpo sufre enormemente y hay todo tipo de reacciones físicas (pulmonares, cerebrales, etc.) que pueden provocar la muerte. De hecho así se llama el tramo final —la zona de la muerte— y el riesgo es aún mayor al descender, como si el cuerpo consiguiera vencer el esfuerzo en la subida (en parte por factores psicológicos, como el gran anhelo por hacer cima), pero en la bajada, habiendo llegado más allá de su límite, comienza a colapsar. Histórica y estadísticamente, de cada cuatro montañistas muere uno, ya sea por accidentes en la subida o porque su cuerpo no resiste y no consigue  descender hasta los campamentos (que están a inferiores alturas). Como cada persona y cada cuerpo es único, es difícil saber por qué algunos logran resistir y otros no, aunque supongo que los especialistas en este tema tienen más claridad al respecto. En este grupo trágico, por ejemplo, un ahora famoso patólogo de Texas pasó toda la noche bajo la tormenta y milagrosamente, cuando ya se lo daba por muerto, se despertó en la mañana bajo los rayos del sol y tuvo la energía para llegar al campamento más cercano, aunque perdió las dos manos y la nariz, destruidas por el frío. 
   Y la gran pregunta es: ¿qué insensatez hay en estos seres humanos, quienes no obstante saber que subir al Everest es un elevado riesgo para sus vidas, lo hacen de todos modos?  
   En el libro “Mal de altura”, su autor (el periodista Jon Krakauer, uno de los participantes, quien sobrevivió y pudo contar en detalle lo sucedido) dice que el deseo de subir —y sobre todo el deseo de subir a la cima— es irracional, y que hay en eso algo mágico e inexplicable:

“Subir al Everest es un acto intrínsecamente irracional, 
un triunfo del deseo sobre la cordura. Cualquier persona 
que se lo plantee en serio es, casi por definición, ajena a 
la influencia de lo razonable…   La desproporción entre
 sufrimiento y placer era mayor que en cualquiera 
de las montañas que había escalado; enseguida caí en
la cuenta de que subir al Everest era sobre todo cuestión de
aguante, y ver que semana tras semana nos sometíamos al 
esfuerzo, el tedio y el padecimiento, me hizo pensar que la 
mayoría de nosotros probablemente no buscaba otra cosa que 
cierto estado de gracia...”

   Y curiosamente, al ver este film y leer este libro, sentí que la subida al Everest se parece bastante a muchas aventuras humanas. Esas ansias inexplicables y ese esfuerzo casi sobrehumano por llegar a la cima, respirando gracias al oxígeno, sintiéndose mal, sin fuerzas, debilitándose paso a paso… 
   ¿No hay acaso en las vidas de muchos seres humanos algo equivalente? Peleamos, nos sacrificamos, damos todo lo que tenemos en pos de alguna meta o ideal, se nos va en ello el dinero, la salud, la calma, la cordura, la estabilidad y… un largo etcétera. Y sin embargo lo hacemos, nos esforzamos una y otra vez, sin ponernos límites, dando de nosotros lo máximo, para quizás fracasar y morir al final de nuestras vidas sin haberlo conseguido. 
  
   En el caso de los escaladores, subir montañas se parece a una obsesión. Dice Krakauer: 
    “Yo también soñaba con subir algún día a la cima del Everest; 
durante toda una década fue una idea casi obsesiva para mí. 
A los veintitantos años la escalada se había convertido en el 
centro de mi existencia, excluyendo casi todo lo demás. Alcanzar 
la cima de una montaña era algo tangible, inmutable, concreto. 
Los peligros intrínsecos del alpinismo daban a esa actividad un 
rigor de propósito, del que carecía el resto de mi vida. 
Me emocionaba ante la mera perspectiva que suponía
forzar constantemente una existencia por lo demás vulgar.”

    La misma obsesión que hay en muchos, cuando queremos que nuestra existencia tenga más significado que el habitual, propósitos que la trasciendan y perfecciones por alcanzar. Aunque dejamos jirones de vida por el camino, insistimos y seguimos avanzando, con la esperanza de llegar alguna vez a la cima de nuestro Everest personal.


 

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