Traductor - Translation

La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

martes, 13 de diciembre de 2016

Dostoievsky: cuento en nueva traducción




El árbol de Navidad celestial 

   Soy un novelista y supongo que inventé esta historia. Escribo “supongo”, aunque de hecho sé que la inventé, pero sigo imaginando que debe haber sucedido en algún lugar y en algún momento, que debe haber sucedido en vísperas de Navidad en una ciudad grande  con mucho frío. 
   Tengo la visión de un niño, un niño pequeño, de seis años o incluso menos. Este niño se despertó esa mañana en un sótano húmedo y helado. Estaba vestido con una especie de bata y temblaba de frío. Sentado en un rincón, sobre una caja, del aliento del niño salía una nube de vapor blanco y él soplaba el vapor fuera de su boca  y se entretenía en su aburrimiento observando como flotaba. 
   Pero el niño estaba terriblemente hambriento. Esa mañana se había acercado varias veces a la cama de tablones donde yacía su madre enferma, sobre un colchón tan delgado como un panqueque, con una especie de bulto bajo su cabeza a modo de almohada. ¿Cómo habría ella llegado hasta aquí?  Debe haber venido con su hijo desde alguna otra ciudad y repentinamente cayó enferma. La propietaria que alquilaba los espacios del sótano había sido llevada dos días atrás a la comisaría. Los demás inquilinos estaban afuera, ya que las fiestas estaban próximas, y el único que se había quedado no esperó la Navidad y estaba tirado desde hacía veinticuatro horas, completamente borracho. En otro rincón del sótano, una miserable anciana de ochenta años, que alguna vez había sido niñera y ahora había sido abandonada para morir sola,  estaba quejándose y gimiendo debido al reuma, y también refunfuñando y regañando al niño, por lo cual él tenía miedo de acercarse al rincón de ella. 
   El niño había conseguido agua para beber pero ningún mendrugo, y había estado a punto de despertar a su madre una docena de veces. Finalmente se sintió asustado: hacía rato que estaba oscuro, pero ninguna luz había sido encendida. Al tocar el rostro de su madre, lo sorprendió que ella no se moviera en absoluto y que estuviera tan fría como la pared. “Hace mucho frío aquí” pensó el niño. Y se quedó quieto, permitiendo inconscientemente que sus manos descansaran sobre los hombros de la mujer muerta.  Después sopló sus pequeños dedos para calentarlos, buscó a tientas su abrigo sobre la cama y salió del sótano. Habría salido antes, pero tenía miedo del gran perro que estaba gruñendo todo el día en la puerta del vecino, escaleras arriba. Ahora el perro ya no estaba y el niño salió a la calle. 
  ¡Dios mío, qué ciudad! Él nunca había visto algo así antes. En la ciudad de la cual él venía, siempre había una negra oscuridad por las noches. Con una sola lámpara para toda la calle y las vencidas viviendas de madera cerradas con persianas, después del anochecer no se podía ver a nadie en la calle. Toda la gente se encerraba en sus casas y sólo quedaban los gritos de los perros: cientos y miles de ellos ladrando y gruñendo toda la noche. Pero allí había abrigo y tenía comida, mientras que aquí…  ¡Oh…, si al menos tuviera algo para comer! ¡Y qué ruido y traqueteo, cuánta luz y cuánta gente, caballos  y carruajes, y mucho hielo!  El vapor helado colgaba en nubes sobre los caballos, sobre sus bocas que respiraban cálidamente, con sus cascos que resonaban contra las piedras a través de la nieve resquebrajada y… ¡Oh, cómo ansiaba algo para comer y cuán desdichado se sintió de pronto!...  Un policía pasó y se alejó,  para evitar ver al niño. 
   He aquí otra calle, ¡oh, y muy ancha! Aquí él sería con seguridad atropellado: todos gritaban, corrían y se abrían paso. Y la luz, ¡la luz! ¿Y qué era esto? Una enorme ventana de vidrios y a través de la ventana un árbol que llegaba hasta el techo. Era un abeto,  y sobre el abeto había muchas luces, papeles dorados y manzanas y pequeñas muñecas y caballitos. Y había niños limpios y bien vestidos corriendo por la habitación, riendo y jugando, comiendo y bebiendo. Una niña pequeña comenzó a bailar con uno de los niños, ¡qué linda niñita! Y él podía escuchar la música a través de la ventana. Miraba, se maravillaba y reía, aunque sus pies estaban doloridos debido al frío y sus dedos estaban rojos y rígidos, por lo cual le hacía daño moverlos. Pero de pronto el niño se dio cuenta de que sus pies y dedos le dolían, y empezó a llorar y a correr. 
    A través de otra ventana nuevamente vio un árbol de Navidad y sobre una mesa pasteles de todas clases -pasteles de almendra, pasteles rojos y amarillos- y tres opulentas señoras jóvenes estaban sentadas allí y ofrecían los pasteles a cualquiera que se les acercara. Y la puerta de calle se abría una y otra vez, permitiendo que entraran  muchísimos caballeros y damas. El niño se movió con sigilo, la puerta se abrió y él entró. ¡Oh, pero ellos le gritaron y le hicieron señas de que se marchara! Una señora fue hacia él apresuradamente y deslizó una moneda en su mano, y ella misma abrió la puerta de calle para que se fuera. ¡Qué asustado estaba!  La moneda se deslizó y tintineó sobre los escalones: él no había podido doblar sus dedos enrojecidos para sostenerla apretada. 
    Se alejó corriendo y siguió andando, aunque no sabía hacia dónde. Estaba por llorar nuevamente pero tenía miedo, y corrió…, corrió…,  y soplaba sus dedos. ¡Y era desdichado porque de pronto se sintió muy solo y aterrorizado, y eso de golpe, Dios mío!... 
   ¿Y qué era esto? Gente parada en medio de la multitud,  contemplando algo. Detrás de una vidriera había tres pequeños muñecos, con vestidos colorados y verdes, y exactamente, exactamente como si estuvieran vivos. Uno era un pequeño anciano sentado, tocando un gran violín; los otros dos estaban parados cerca y tocaban pequeños violines. De tanto en tanto movían la cabeza, se miraban uno al otro y sus labios se movían. Ellos estaban hablando, realmente hablando, sólo que no se podía escuchar a través del vidrio. 
   Al principio el niño pensó que estaban vivos y cuando se dio cuenta de que eran muñecos se rió. Él nunca había visto esa clase de muñecos y no tenía idea de que hubiera muñecos así. Y aunque deseaba llorar, estaba entretenido, entretenido con los muñecos. De pronto le pareció que lo tocaban desde atrás: un chico grande y malvado estaba junto a él. Súbitamente lo golpeó en la cabeza, le arrancó el gorro y le hizo una zancadilla. El niño cayó sobre el suelo… y hubo un grito. Estaba entorpecido por el terror, pero se levantó y se alejó corriendo. Corrió, sin saber hacia dónde iba, hasta que llegó al portón del patio de alguien y se acomodó detrás de una pila de leña: “No me encontrarán aquí, además está oscuro”. 
   Se sentó encogido y sin aliento debido al miedo, pero de golpe, repentinamente, se sintió feliz: sus manos y pies dejaron de dolerle y comenzó a sentir calor, tanto calor como si estuviera sobre una estufa. Después tembló y empezó a quedarse dormido. “¡Qué lindo dormir aquí! Me quedaré un poco y luego iré a mirar los muñecos de nuevo”,  pensó el niño, sonriendo al recordar los muñecos. “Parecían vivos”… 
   De pronto escuchó a su madre cantando por encima de él. “Mami, estoy dormido, qué lindo es dormir aquí”.
  “Ven a mi árbol de Navidad, pequeño”, susurró  una suave voz sobre su cabeza.
  El niño pensó que era su madre, aunque no, no era ella. No podía ver quién lo estaba llamando, pero alguien se inclinó sobre él y lo abrazó en la oscuridad.  El niño estiró sus manos hacia el que lo llamaba y… de repente… ¡Oh, qué luz tan brillante!... ¡Oh, qué árbol de Navidad!... Pero no era un abeto, nunca había visto un árbol como ese. 
   ¿Dónde estaba ahora?... Todo era radiante y brillaba, y alrededor de él había muñecos. Aunque no, no eran muñecos, eran pequeños niños y niñas, sólo que radiantes y brillando. Todos volaban alrededor de él y lo besaban.  Y lo levantaron y lo llevaron con ellos, y él también estaba volando. Y vió que su madre lo estaba mirando, mientras reía con alegría. ¡Mami, mami, oh, qué lindo es aquí, mami! Y de nuevo besó a los niños y quería contarles acerca de los muñecos en la vidriera. ¿Quiénes son ustedes, niños..., quiénes son ustedes, niñas? preguntó, riendo y admirándolos. “Éste es el árbol de Navidad de Cristo” le respondieron. “Cristo siempre tiene un árbol de Navidad en este día, para los niños pequeños que no tienen un árbol de Navidad propio…” 
   Y supo que todos esos niños y niñas eran como él… Algunos se habían helado en las canastas donde habían sido abandonados de bebés, sobre las escalinatas de la gente rica de San Petersburgo. Otros habían muerto en los pechos de sus madres hambrientas. Y otros habían muerto en los vagones de tren de tercera clase, debido al aire viciado… Y sin embargo, ahora estaban todos aquí, eran como ángeles alrededor de Cristo y Él estaba en medio de ellos y extendía Sus manos hacia ellos… Los bendecía a todos y también bendecía a sus madres… Y las madres de estos niños estaban a un costado llorando. Cada una conocía a su niño o niña. Y los niños volaban hacia ellas y las besaban y secaban sus lágrimas con sus pequeñas manos… y les rogaban que no lloraran porque ellos eran muy felices. 
   Por la mañana,  el portero encontró el pequeño cuerpo muerto del niño, helado junto a la pila de leña. Y también buscaron a su madre: ella había muerto antes que él.
    Y se encontraron delante del Señor Dios en el cielo. 

   ¿Por qué he creado este relato, tan fuera de lo corriente en un Diario común y sobre todo en el Diario de un Escritor? Y eso que prometí relatos que tuvieran que ver con sucesos reales. Pero así es. Y continúo imaginando que todo esto pudo haber sucedido realmente, o sea, lo que sucedió en el sótano y junto a la pila de leña. En cuanto al árbol de Navidad de Cristo, no puedo decirles si eso pudo haber sucedido o no. 

Violeta y el Camino de los 22 Arcanos, casi tres años en este blog

      Cuando publiqué tres de mis novelas en forma de blog, varias personas me aconsejaron que no lo hiciera. Sin embargo, no estoy arrepent...