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La tapa de siempre

La tapa de siempre
Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

jueves, 11 de septiembre de 2014

Nueva Traducción de un cuento de León Tolstoi - primera parte

Aquello por lo que viven los seres humanos (1)
Relato de León Tolstoi

Traducción y adaptación
Savitri Ingrid Mayer
1.
   Había una vez un zapatero muy pobre, quien tenía un solo abrigo para el invierno. Dicho abrigo, que compartía con su mujer, estaba muy gastado y ya era el segundo año que deseaban comprar una piel de oveja para hacerse un nuevo abrigo. Hacia el invierno habían ahorrado algún dinero y el zapatero pensaba conseguir más si le pagaban lo adeudado unos clientes.
   Una mañana muy fría se dirigió al pueblo para cobrar las deudas, y con eso más lo ahorrado comprar la piel. Pero no hubo suerte… Solo consiguió que le dieran un par de botas para arreglar, pero no dinero.
   Amargado, gastó parte de lo que llevaba en bebida e inició el regreso a su casa, lamentándose por su pobreza y preocupado por lo que diría su mujer, aunque intentando convencerse a sí mismo de que estarían bien  a pesar de eso y de que no necesitaban un nuevo abrigo.
   Al acercarse a una capilla, empezó a ver algo raro, aunque no pudo distinguirlo bien hasta que estuvo cerca. Se trataba de un hombre desnudo e inmóvil... El zapatero se asustó y pensó: “Alguien debe haberlo asesinado, le quitó sus ropas y lo arrojó allí… Si me acerco tendré problemas”.
   Y siguió de largo… Pero después de alejarse un poco, miró hacia atrás y vio al hombre que se movía y parecía observarlo. El zapatero estaba más asustado que antes, y reflexionaba acerca de lo que debía hacer. Su impulso era alejarse, pero su conciencia se lo impidió.
   Se detuvo y se dijo: “¿Qué estás haciendo, Simeón? Un hombre está muriendo en la miseria y tú pasas de largo y pierdes el coraje… ¿Te has vuelto rico, temes que te robe? ¡Oh, Simeón, esto no está bien!”
   Entonces dio la vuelta y se acercó al hombre… Lo miró y vio que era joven y no tenía heridas en su cuerpo, aunque estaba helado y asustado. Yacía reclinado y no miraba a Simeón, como si estuviera debilitado y no pudiera levantar los ojos.
   Simeón se acercó más a él y el joven pareció reaccionar: levantó la cabeza, abrió los ojos y miró al zapatero… Esta sola mirada hizo que Simeón opinara bien de él…
   Agarró al joven por los brazos, comenzando a levantarlo… El muchacho se levantó y el zapatero vio que su cuerpo era suave y limpio, sus manos y pies no tenían callosidades, y su rostro era gentil.  Se sacó su raído abrigo y lo arrojó sobre los hombros del joven, pero éste parecía no saber como ponérselo, así que Simeón tuvo que ayudarlo. Estuvo por darle también su sombrero, pero luego pensó que el joven tenía un largo cabello ondulado, que lo protegía del frío, mientras que él era calvo. En cambio, le puso las botas que le habían dado para arreglar en el pueblo.
   Luego lo invitó a seguirlo, preguntándole si podía caminar, y el muchacho –que lo miraba mansamente- no dijo nada, pero lo siguió. Mientras caminaban, Simeón le preguntó quién era.
―Soy un extranjero ―fue la respuesta.
—Conozco a todo el mundo… ¿Cómo llegaste a ese lugar cerca de la capilla?
— No puedo decirlo.
—¿Te han insultado?
—Nadie lo ha hecho… Dios me ha castigado.
—Por supuesto, Dios hace todo… Pero aun así, deberías encontrar un lugar para quedarte. ¿Adónde quieres dirigirte?
—Me da lo mismo…
    Simeón estaba sorprendido: el joven no parecía un delincuente, su forma de hablar era amable, pero no decía nada sobre sí mismo. El zapatero pensó que toda clase de cosas suceden, y le dijo:
—Bueno, ven a mi casa, así entras en calor durante un rato.
   Mientras caminaban, Simeón sentía frío, e iba diciéndose que no solamente volvía sin la piel, sino que llevaba a un hombre desnudo con él, y su mujer no lo elogiaría por eso... Pero mientras observaba al forastero y recordaba como lo había mirado en la capilla, la sangre empezó a juguetear en su corazón.

   Matriona, la esposa de Simeón, había tenido las cosas hechas desde temprano. Había cortado la leña, acarreado el agua, alimentado a los niños, y estaba calculando si alcanzaría el pan que le quedaba. Todavía quedaba un buen pedazo, así que podría esperar para hacer más.
    Se sentó a la mesa y se puso a remendar una camisa de su marido, mientras se preguntaba cómo le habría ido a él en el pueblo, esperando que regresara con la piel y recordando cómo habían sufrido el invierno anterior por no tener un buen abrigo.
   Al oír pasos salió afuera y vio que venían dos: su marido y un hombre sin sombrero. Olió el licor en el aliento de Simeón y vio que no traía nada, ni siquiera su viejo abrigo. Se lamentó para sus adentros, imaginando lo que habría ocurrido…
   Cuando los hombres entraron en la vivienda, vio al muchacho llevando su abrigo… Él permanecía quieto, sin levantar los ojos… Y ella pensó que no debía ser bueno y que estaba asustado.
   Simeón se sacó el sombrero, y sentándose le preguntó a su mujer si les iba a dar algo para cenar. Matriona gruñó por lo bajo, mirando a uno y a otro, mientras movía la cabeza… Simeón vio que su mujer no estaba de buen humor, pero como no podía hacer nada, hizo como si no se diera cuenta. Tomó al extraño por el brazo y lo invitó a sentarse, mientras le preguntaba a Matriona si había cocinado.
   Entonces, ella estalló:
—¡Sí, he cocinado, pero no para ti! Fuiste a conseguir una piel, y has vuelto sin ella,  y trayendo contigo a un vagabundo desnudo… ¡No tengo cena para ustedes, borrachos!
  Matriona y Simeón empezaron a discutir.  El quería explicarle lo sucedido, pero ella no lo dejaba, metiendo en la discusión toda clase de cosas, incluso las sucedidas diez años antes. Ella hablaba y hablaba, mientras Simeón trataba de contarle cómo había encontrado al joven casi helado, y que Dios lo había enviado a él  porque sino el chico habría muerto. Y le pidió que se calmara.
   Matriona quería seguir rezongando, pero al mirar al joven se calló… El forastero estaba sentado, no se movía… Sus manos estaban plegadas sobre sus rodillas, su cabeza caída sobre el pecho, los ojos cerrados, y fruncía el rostro como si algo lo asfixiara.
  Simeón le preguntó a su mujer si se había olvidado de Dios…
  Al oírlo, Matriona miró al joven… y súbitamente su corazón se ablandó…
  Se acercó al horno y sacó la cena, que estaba lista. Y organizó todo sobre la mesa, ubicando el trozo de pan que le quedaba. Luego, les alcanzó los cubiertos y los invitó a comer.

   Ellos empezaron a cenar, mientras Matriona miraba al forastero… Sintió pena por él y se dio cuenta que el joven le agradaba.
   Entonces, el forastero pareció alegrarse: su expresión de ahogo desapareció y abriendo los ojos, sonrió a Matriona.
   Una vez terminada la cena, Matriona empezó a interrogarlo… El chico respondió lo mismo que había respondido a Simeón, diciendo que Dios lo había castigado, y que Simeón había tenido piedad de él, y que ella también había tenido piedad al darle de comer, y que por eso serían bendecidos.
   Matriona agarró la vieja camisa de su marido, la que había estado remendando, y se la dio al joven. Y también encontró unos pantalones para darle.
   Luego lo invitó a acostarse: en una hamaca o cerca del horno.
   El forastero se vistió y se recostó en la hamaca.
   Matriona apagó la luz y se acomodó para dormir junto a su marido. Pero no podía dejar de pensar en el extraño joven, quien se había comido el último pedazo de pan, y por eso no tendrían pan a la mañana siguiente…, y además le había dado ropa…, y todo eso la ponía mal… 
   Pero al recordar la sonrisa que el chico le había dirigido, su corazón se alegró.

(Continúa)








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