Aquello por lo que
viven los seres humanos (1)
Relato de León
Tolstoi
Traducción
y adaptación
Savitri Ingrid Mayer
1.
Había una vez un zapatero muy pobre, quien tenía un solo abrigo para el
invierno. Dicho abrigo, que compartía con su mujer, estaba muy gastado y ya era
el segundo año que deseaban comprar una piel de oveja para hacerse un nuevo
abrigo. Hacia el invierno habían ahorrado algún dinero y el zapatero pensaba
conseguir más si le pagaban lo adeudado unos clientes.
Una
mañana muy fría se dirigió al pueblo para cobrar las deudas, y con eso más lo
ahorrado comprar la piel. Pero no hubo suerte… Solo consiguió que le dieran un
par de botas para arreglar, pero no dinero.
Amargado, gastó parte de lo que llevaba en bebida e inició el regreso a
su casa, lamentándose por su pobreza y preocupado por lo que diría su mujer,
aunque intentando convencerse a sí mismo de que estarían bien a pesar de eso y de que no necesitaban un
nuevo abrigo.
Al
acercarse a una capilla, empezó a ver algo raro, aunque no pudo distinguirlo
bien hasta que estuvo cerca. Se trataba de un hombre desnudo e inmóvil... El
zapatero se asustó y pensó: “Alguien debe haberlo asesinado, le quitó sus ropas
y lo arrojó allí… Si me acerco tendré problemas”.
Y
siguió de largo… Pero después de alejarse un poco, miró hacia atrás y vio al
hombre que se movía y parecía observarlo. El zapatero estaba más asustado que
antes, y reflexionaba acerca de lo que debía hacer. Su impulso era alejarse,
pero su conciencia se lo impidió.
Se
detuvo y se dijo: “¿Qué estás haciendo, Simeón? Un hombre está muriendo en la
miseria y tú pasas de largo y pierdes el coraje… ¿Te has vuelto rico, temes que
te robe? ¡Oh, Simeón, esto no está bien!”
Entonces dio la vuelta y se acercó al hombre… Lo miró y vio que era
joven y no tenía heridas en su cuerpo, aunque estaba helado y asustado. Yacía
reclinado y no miraba a Simeón, como si estuviera debilitado y no pudiera levantar
los ojos.
Simeón se acercó más a él y el joven pareció reaccionar: levantó la
cabeza, abrió los ojos y miró al zapatero… Esta sola mirada hizo que Simeón
opinara bien de él…
Agarró al joven por los brazos, comenzando a levantarlo… El muchacho se
levantó y el zapatero vio que su cuerpo era suave y limpio, sus manos y pies no
tenían callosidades, y su rostro era gentil.
Se sacó su raído abrigo y lo arrojó sobre los hombros del joven, pero
éste parecía no saber como ponérselo, así que Simeón tuvo que ayudarlo. Estuvo
por darle también su sombrero, pero luego pensó que el joven tenía un largo
cabello ondulado, que lo protegía del frío, mientras que él era calvo. En
cambio, le puso las botas que le habían dado para arreglar en el pueblo.
Luego lo invitó a seguirlo, preguntándole si podía caminar, y el
muchacho –que lo miraba mansamente- no dijo nada, pero lo siguió. Mientras
caminaban, Simeón le preguntó quién era.
―Soy un extranjero ―fue la respuesta.
—Conozco a todo el mundo… ¿Cómo llegaste a ese
lugar cerca de la capilla?
— No puedo decirlo.
—¿Te han insultado?
—Nadie lo ha hecho… Dios me ha castigado.
—Por supuesto, Dios hace todo… Pero aun así,
deberías encontrar un lugar para quedarte. ¿Adónde quieres dirigirte?
—Me da lo mismo…
Simeón estaba sorprendido: el joven no parecía un delincuente, su forma
de hablar era amable, pero no decía nada sobre sí mismo. El zapatero pensó que
toda clase de cosas suceden, y le dijo:
—Bueno, ven a mi casa, así entras en calor
durante un rato.
Mientras caminaban, Simeón sentía frío, e iba diciéndose que no
solamente volvía sin la piel, sino que llevaba a un hombre desnudo con él, y su
mujer no lo elogiaría por eso... Pero mientras observaba al forastero y
recordaba como lo había mirado en la capilla, la sangre empezó a juguetear en
su corazón.
Matriona, la esposa de Simeón, había tenido las cosas hechas desde
temprano. Había cortado la leña, acarreado el agua, alimentado a los niños, y
estaba calculando si alcanzaría el pan que le quedaba. Todavía quedaba un buen
pedazo, así que podría esperar para hacer más.
Se
sentó a la mesa y se puso a remendar una camisa de su marido, mientras se
preguntaba cómo le habría ido a él en el pueblo, esperando que regresara con la
piel y recordando cómo habían sufrido el invierno anterior por no tener un buen
abrigo.
Al
oír pasos salió afuera y vio que venían dos: su marido y un hombre sin
sombrero. Olió el licor en el aliento de Simeón y vio que no traía nada, ni
siquiera su viejo abrigo. Se lamentó para sus adentros, imaginando lo que
habría ocurrido…
Cuando los hombres entraron en la vivienda, vio al muchacho llevando su
abrigo… Él permanecía quieto, sin levantar los ojos… Y ella pensó que no debía
ser bueno y que estaba asustado.
Simeón se sacó el sombrero, y sentándose le preguntó a su mujer si les
iba a dar algo para cenar. Matriona gruñó por lo bajo, mirando a uno y a otro,
mientras movía la cabeza… Simeón vio que su mujer no estaba de buen humor, pero
como no podía hacer nada, hizo como si no se diera cuenta. Tomó al extraño por
el brazo y lo invitó a sentarse, mientras le preguntaba a Matriona si había
cocinado.
Entonces, ella estalló:
—¡Sí, he cocinado, pero no para ti! Fuiste a
conseguir una piel, y has vuelto sin ella,
y trayendo contigo a un vagabundo desnudo… ¡No tengo cena para ustedes,
borrachos!
Matriona y Simeón empezaron a discutir.
El quería explicarle lo sucedido, pero ella no lo dejaba, metiendo en la
discusión toda clase de cosas, incluso las sucedidas diez años antes. Ella
hablaba y hablaba, mientras Simeón trataba de contarle cómo había encontrado al
joven casi helado, y que Dios lo había enviado a él porque sino el chico habría muerto. Y le
pidió que se calmara.
Matriona quería seguir rezongando, pero al mirar al joven se calló… El
forastero estaba sentado, no se movía… Sus manos estaban plegadas sobre sus
rodillas, su cabeza caída sobre el pecho, los ojos cerrados, y fruncía el
rostro como si algo lo asfixiara.
Simeón le preguntó a su mujer si se había olvidado de Dios…
Al
oírlo, Matriona miró al joven… y súbitamente su corazón se ablandó…
Se
acercó al horno y sacó la cena, que estaba lista. Y organizó todo sobre la
mesa, ubicando el trozo de pan que le quedaba. Luego, les alcanzó los cubiertos
y los invitó a comer.
Ellos empezaron a cenar, mientras Matriona miraba al forastero… Sintió
pena por él y se dio cuenta que el joven le agradaba.
Entonces, el forastero pareció alegrarse: su expresión de ahogo desapareció
y abriendo los ojos, sonrió a Matriona.
Una
vez terminada la cena, Matriona empezó a interrogarlo… El chico respondió lo
mismo que había respondido a Simeón, diciendo que Dios lo había castigado, y
que Simeón había tenido piedad de él, y que ella también había tenido piedad al
darle de comer, y que por eso serían bendecidos.
Matriona agarró la vieja camisa de su marido, la que había estado
remendando, y se la dio al joven. Y también encontró unos pantalones para
darle.
Luego lo invitó a acostarse: en una hamaca o cerca del horno.
El forastero se vistió y se recostó en la
hamaca.
Matriona apagó la luz y se acomodó para dormir junto a su marido. Pero
no podía dejar de pensar en el extraño joven, quien se había comido el último
pedazo de pan, y por eso no tendrían pan a la mañana siguiente…, y además le
había dado ropa…, y todo eso la ponía mal…
Pero
al recordar la sonrisa que el chico le había dirigido, su corazón se alegró.
(Continúa)
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